Irremediablemente, Tigres se hunde en las profundidades de su infierno individual. Mi estado de ánimo y mi fe también. Para quienes ven esto desde afuera, ser aficionado a un equipo es uno de los mayores absurdos humanos. Muchas veces me lo he preguntado y he tratado de racionalizarlo, pero la razón no cabe cuando están en juego estas pasiones, por absurdas que ellas sean. Vivo enganchado al Tigre desde hace casi 25 años. Seguir los partidos de este equipo y sufrir con sus derrotas (mucho más frecuentes que sus triunfos) forma parte de mi vida cotidiana y no está en mis manos evitarlo. Tigres agoniza sin remedio a la vista. No veo cómo carajos pueda salvarse de la quema. Vaya, ni siquiera tengo fe en que podamos salvarnos por méritos propios y por increíble que parezca, antes que a un triunfo contra Morelia, le apuesto a un improbable destello de honestidad en los equipos de televisa y una derrota necaxista ante su hermano.
Recuerdo el primer gol de los Tigres que grité en vivo, sentado en el Estadio Universitario. Fue una tarde de agosto en que acudí a la cancha con mi padrino José Manuel y mi primo Héctor. Partido Tigres vs Tampico Madero. El gol lo anotó Tomás Boy, un penal contra Hugo Pineda. 2-1 marcador final. Recuerdo la despedida de Tomás Boy de la Selección, una noche de marzo de 1987. Tigres vs Selección Mexicana. Tomás Boy jugó un tiempo con cada camiseta. Yo estuve ahí. Por fortuna pude ver en vivo varios buenos golazos del mítico 8 de los Tigres. Recuerdo un Señor Gol que Tomás le clavó a la U de G una tarde de octubre de 1986, en un 4-1 que me supo a gloria. Por supuesto, no olvido su despedida definitiva, su retiro del futbol profesional, en junio de 1988, un Tigres vs Pumas con 2-1 final favorable. Recuerdo que en aquel entonces, mi padrino José Manuel me decía: “En pocos años Tomás va a ser el técnico de los Tigres”. Han pasado 21 años de su retiro y aún lo estoy esperando. El próximo sábado, Tomás, entrenador del Morelia, se encargará de fungir como nuestro sepulturero. La vida es absurdamente cruel.
Tigres representa para mí el futbol masoquismo, el insensato y flagelante amor adictivo. Ver jugar a los Tigres no es para mí, casi nunca, un placer, sino un ritual de sufrimiento. Pero hay un espacio futbolístico donde no hay sentimientos de por medio y la contemplación es deleite y embriaguez pura. Hay un futbol hedonista donde no importa quién gane. Si acaso mi amigo Ortega aún cuestiona si el futbol es un arte y no bastó esa pieza renacentista que fue el 4-4 de Liverpool y Chelsea, sólo me resta preguntar: ¿Viste el 2-6 del Barcelona a los pijos de la Castellana? Carajo, hay partidos tan fascinantes, que antes del silbatazo final tienes ya plena conciencia de que los recordarás por el resto de tu vida y ese derby ibérico fue uno de ellos.
Y bueno, hoy al medio día vivimos otro de esos últimos eternos minutos capaces de cambiar la historia. Barcelona, el equipo que lleva 100 goles en la liga, el que rompió seis veces las redes del Bernabeu, parecía maniatado por los otros pijos, los nuevos ricos británicos de Stamford Bridge. En 180 minutos la máquina azulgrana de hacer goles no pudo clavarle uno solo a Chelsea. El candado impuesto por ese master táctico llamado Gus Hiddink parecía un acertijo indescifrable sin llave maestra que lo abriera. Pero hay magia en los últimos minutos y de un Lugar de la Mancha vino el manchego Iniesta para hacer llorar a Londres.
La final de la Champions es en sí misma un orgasmo, pero la de este año es especial, pues no recuerdo un último miércoles del mayo con dos equipos en un nivel tan superlativamente celestial como la Armada Roja y los Culés. Que Barcelona y Manchester son en este momento, y por mucho, los mejores equipos del planeta, nadie lo pone en duda ni en tela de juicio. Lo fascinante es que ambos llegan en el cenit de su nivel, al tope de lo tope de sus capacidades. Dos titanes en plenitud se harán pedazos en la Ciudad Eterna y yo me reservo mis pronósticos.
Recuerdo el primer gol de los Tigres que grité en vivo, sentado en el Estadio Universitario. Fue una tarde de agosto en que acudí a la cancha con mi padrino José Manuel y mi primo Héctor. Partido Tigres vs Tampico Madero. El gol lo anotó Tomás Boy, un penal contra Hugo Pineda. 2-1 marcador final. Recuerdo la despedida de Tomás Boy de la Selección, una noche de marzo de 1987. Tigres vs Selección Mexicana. Tomás Boy jugó un tiempo con cada camiseta. Yo estuve ahí. Por fortuna pude ver en vivo varios buenos golazos del mítico 8 de los Tigres. Recuerdo un Señor Gol que Tomás le clavó a la U de G una tarde de octubre de 1986, en un 4-1 que me supo a gloria. Por supuesto, no olvido su despedida definitiva, su retiro del futbol profesional, en junio de 1988, un Tigres vs Pumas con 2-1 final favorable. Recuerdo que en aquel entonces, mi padrino José Manuel me decía: “En pocos años Tomás va a ser el técnico de los Tigres”. Han pasado 21 años de su retiro y aún lo estoy esperando. El próximo sábado, Tomás, entrenador del Morelia, se encargará de fungir como nuestro sepulturero. La vida es absurdamente cruel.
Tigres representa para mí el futbol masoquismo, el insensato y flagelante amor adictivo. Ver jugar a los Tigres no es para mí, casi nunca, un placer, sino un ritual de sufrimiento. Pero hay un espacio futbolístico donde no hay sentimientos de por medio y la contemplación es deleite y embriaguez pura. Hay un futbol hedonista donde no importa quién gane. Si acaso mi amigo Ortega aún cuestiona si el futbol es un arte y no bastó esa pieza renacentista que fue el 4-4 de Liverpool y Chelsea, sólo me resta preguntar: ¿Viste el 2-6 del Barcelona a los pijos de la Castellana? Carajo, hay partidos tan fascinantes, que antes del silbatazo final tienes ya plena conciencia de que los recordarás por el resto de tu vida y ese derby ibérico fue uno de ellos.
Y bueno, hoy al medio día vivimos otro de esos últimos eternos minutos capaces de cambiar la historia. Barcelona, el equipo que lleva 100 goles en la liga, el que rompió seis veces las redes del Bernabeu, parecía maniatado por los otros pijos, los nuevos ricos británicos de Stamford Bridge. En 180 minutos la máquina azulgrana de hacer goles no pudo clavarle uno solo a Chelsea. El candado impuesto por ese master táctico llamado Gus Hiddink parecía un acertijo indescifrable sin llave maestra que lo abriera. Pero hay magia en los últimos minutos y de un Lugar de la Mancha vino el manchego Iniesta para hacer llorar a Londres.
La final de la Champions es en sí misma un orgasmo, pero la de este año es especial, pues no recuerdo un último miércoles del mayo con dos equipos en un nivel tan superlativamente celestial como la Armada Roja y los Culés. Que Barcelona y Manchester son en este momento, y por mucho, los mejores equipos del planeta, nadie lo pone en duda ni en tela de juicio. Lo fascinante es que ambos llegan en el cenit de su nivel, al tope de lo tope de sus capacidades. Dos titanes en plenitud se harán pedazos en la Ciudad Eterna y yo me reservo mis pronósticos.