Eterno Retorno

Monday, April 20, 2009

Textos Canarios

Hace unos tres años, escribí un par de textos que fueron publicados en el periódico Canarias 7 de Tenerife en las Islas Canarias. http://www.canarias7.es/impresa/articulo.cfm?Id=1330518

Había olvidado por completo el asunto, hasta que una casualidad me hizo reencontrarme con el par de textos prófugos que arrojé en una botella al otro lado del mar.

La Ruta del Salmón

En 1941 Estados Unidos abrió la frontera a millones de trabajadores agrícolas para que labraran sus campos. Esto hizo de la migración un fenómeno positivo y necesario. Veinte años después, la frontera se cierra y Tijuana se convierte en la sala de espera de migrantes de todo el mundo que intentan cumplir su sueño.
Para entender el fenómeno migratorio entre México y Estados Unidos es necesario remontarse hasta el año de 1848. Luego de una guerra de un año y medio de duración, que acabó cuando la bandera de las barras y las estrellas ondeaba en el Castillo de Chapultepec, se firmó el tratado de Guadalupe-Hidalgo, en el que México cedía más de la mitad de su territorio a su vecino del norte. Lo que hoy en día son los estados de Colorado, California, Nevada, Nuevo México y Arizona dejaron de pertenecer a la República Mexicana. Texas se había independizado diez años antes.
Sin embargo, durante años el flujo de mexicanos a esos territorios, que hasta 1848 pertenecieron a su país, fue algo normal y aceptado. En 1941, ante el desabastecimiento provocado por la Segunda Guerra Mundial, el Gobierno de Estados Unidos abrió las fronteras a millones de trabajadores agrícolas de México para que fueran a trabajar en sus campos e incrementaran su producción.
La migración era reconocida como un fenómeno positivo y necesario. Para entonces, grandes urbes como Los Ángeles, Chicago y Houston se fueron poblando de mexicanos hasta el grado de transformarse en ciudades bilingües. Sin embargo, veinte años después, cuando la economía se había restablecido y los trabajadores eran innecesarios y ya estorbaban, Estados Unidos cerró sus fronteras a la migración. Pero de eso no se enteraron en los pueblos del centro y sur de México, que siguieron expulsando migrantes año tras año. Hay pueblos y rancherías en Zacatecas, Guanajuato, Tlaxcala, Jalisco, Puebla y Guerrero que se han transformado en caseríos fantasmas donde sólo viven unas cuantas ancianas. Todos los hombres, apenas llegan a la pubertad, emprenden el éxodo hacia el norte como salmones contra corriente, desafiando todo tipo de obstáculos. Muchos mueren en el intento. Varios millones son deportados; sin embargo, otros miles logran llegar a la Tierra Prometida del McDonalds, y aunque la mayoría encuentra trabajos esclavizantes en condiciones de humillación y carencia absoluta de garantías, ganan lo suficiente para enviar remesas que se convierten en el motor de la economía de algunas ciudades e incluso estados mexicanos, como es el caso de Zacatecas, cuyas finanzas dependen en gran medida de los jornales de sus miles de migrantes.
El espejismo de esos pocos dólares y los fracasos recurrentes de los programas macroeconómicos de los gobiernos mexicanos, sean priistas o panistas, han provocado que para millones de mexicanos la única puerta abierta al futuro sea la migración al norte, aunque desde que se implementó la Operación Guardián ese éxodo signifique jugarse la vida.
Sin embargo, el fenómeno migratorio en la frontera México- Estados Unidos no se limita a mexicanos que intentan llegar al norte. Tijuana es la sala de espera por la que migrantes de todas partes del mundo intentan cumplir su sueño americano. Chinos, rusos, balcánicos, iraquíes, armenios y millones de centro y suramericanos llegan a la frontera mexicana para tratar de burlar a la Patrulla Fronteriza. Unos cuantos lo consiguen y otros pocos acaban por quedarse a vivir en la sala de espera que es Tijuana, una ciudad hecha y definida por los migrantes. Tijuana es el producto de un enorme éxodo. Aquí todos somos, de una u otra forma, migrantes. En esta ciudad, 106 millones de personas cruzan la frontera cada año. Alrededor de 28.000 habitantes de Tijuana, cruzan cada mañana a San Diego con visas de turistas para trabajar legal o ilegalmente. De igual forma, varios miles de estadounidenses cruzan cada día de San Diego a Tijuana. Muchos lo hacen para disfrutar del buen tequila, la cerveza helada y las curvas peligrosas de una bailarina en algún table dance de la Avenida Revolución. Otros tantos, para comprar una casa en Playas de Rosarito y vivir como millonarios frente a las aguas del Pacífico.
Se podría decir que en Tijuana nos hemos acostumbrado tanto a la migración que acabamos por transformarla en cliché, una suerte de postal turística, un cuadro típico que nos define. Nos hemos acostumbrado cierto y pecamos de una peligrosa indiferencia ante el fenómeno migratorio precisamente porque en Tijuana todos somos migrantes.
Escribo desde la ciudad ubicada en el punto más al norte de Latinoamérica, en la herida nunca cicatrizada que divide el continente. Estamos en Tijuana y pocas veces la historia se explica tan bien a sí misma. A unos metros, al otro lado del infranqueable abismo, ondean las barras y las estrellas. Faros, alambradas y patrullas fronterizas vigilan que miles de seres no se arrojen como pirañas sobre la piel blanca de California. De este lado, los desposeídos acechan. Y sobre la barda de lámina que divide ambas naciones, puede leerse un grafiti: «Ya cayó el Muro de Berlín. ¿Este cuándo caerá?».


La muerte de Guillermo Martínez

Al caer la última noche del año 2005, mientras miles de familias enfriaban champaña y colocaban en la mesa los racimos de uvas, dos fogonazos retumbaron en el Cañón Zapata a un costado de la Colonia Libertad en Tijuana Baja California.
Guillermo Martínez, un joven de 20 años de edad, caía abatido por los tiros a unos metros de la barda de lámina oxidada que divide a México de Estados Unidos. Agonizante, el joven migrante alcanzó a arrastrase a territorio mexicano en donde expiró minutos después. Del otro lado de la frontera, un agente de la Patrulla Fronteriza de los Estados Unidos enfundaba su pistola aún humeante. Horas más tarde, las luces artificiales iluminaban el cielo de Tijuana y San Diego dándole la bienvenida al 2006. Sobre el cuerpo de Guillermo había una sábana blanca y alrededor unas veladoras. Un año nuevo iniciaba con los más negros presagios. El asesinato de Guillermo ponía fin a un 2005 caracterizado por el recrudecimiento de la intolerancia del Gobierno de los Estados Unidos en torno al fenómeno migratorio. Bajo el argumento de que todo migrante es susceptible de ser un terrorista en potencia, la Casa Blanca ha hecho de la frontera México-Estados Unidos un infierno en la Tierra.
Fuego. El uniformado de la Patrulla Fronteriza que abrió fuego contra Guillermo lo hizo bajo el argumento de que el migrante trató de resistirse al arresto arrojando una piedra contra la patrulla. El joven no llevaba arma alguna, ni siquiera una navaja o un palo que representara un riesgo para los agentes que lo ultimaron, pero para el Tío Sam la Patrulla Fronteriza cumplió con su deber.
Cinco días después, Michael Chertoff, secretario de Seguridad Interna de los Estados Unidos, hizo una visita a la Garita de San Ysidro, el puerto fronterizo más transitado del mundo. El funcionario federal citó a una conferencia de prensa en la línea divisoria y, como si quisiera poner la amarga cereza en el pastel de la intolerancia, ofreció todo su apoyo al agente asesino. Sus palabras textuales fueron que una agresión contra la Patrulla Fronteriza, sea con una piedra o con una bala, es igualmente una agresión y debe ser repelida con todo el peso de la ley. No conforme con ello, lanzó la advertencia de que los agentes actuarían igual siempre que se sintieran agredidos. Las palabras de Chertoff, uno de los halcones más radicales del clan de George Bush, resumen a la perfección la política de la Casa Blanca en torno a la migración.
El asesinato de Guillermo Martínez fue la chispa que despertó a los grupos civiles defensores de los migrantes en ambos lados de la frontera, pero Washington no ha cedido un ápice. El crimen se suma a una lista de 3.600 migrantes muertos en la frontera México-Estados Unidos desde 1994, fecha en que se puso en marcha el Operativo Guardián. En aquel año, el Gobierno de Bill Clinton decidió reforzar la vigilancia en los 3.000 kilómetros que conforman la frontera México- Estados Unidos. Una plataforma metálica utilizada en labores de aterrizaje durante la Guerra del Golfo en 1991 fue habilitada como barda y el número de agentes de la Patrulla Fronteriza fue triplicado. A partir de ese año, los migrantes indocumentados se vieron obligados a intentar sus cruces por zonas cada vez más peligrosas. Las frías e inhóspitas montañas de la Rumorosa, los infernales desiertos de Sonora y Arizona, las traicioneras aguas del Río Bravo fueron la única puerta abierta para miles de familias y acabaron por transformarse en la tumba de más de 3.600 personas que han muerto en los últimos once años en su intento por llegar a Estados Unidos. A ello hay que sumar las acciones de los grupos racistas cazamigrantes, ejércitos de civiles armados hasta los dientes que hacen justicia por su propia mano bajo el argumento de que los migrantes cruzan por sus ranchos.


Me partió un rayo


No se si el futbol es un arte, como preguntaba y negaba mi amgo Gerardo Ortega, o si es una pasión pueril. Lo ignoro. Lo que sí se, es que los corajes y la melancolía que esta maldita afición a un equipo me ha traido a lo largo de mi vida, es algo que jamás me dará el cine ni la pintura (la literatura y la música sí, pero eso es harina de otro costal)

Llevo más de 24 años como un radical aficionado Tigre y a lo largo de este tiempo han sido muchas más las desgracias que las alegrías. El problema es que las tragedias Tigres siempre van envueltas en un cruel dramatismo propio de un dios sádico que se complace en hacer sufrir a esta noble afición. Quieres la perfecta fusión entre dolor, furia e impotencia? Pues fue ese maldito gol al minuto 93, en esos fatídicos segundos de más, que nos enterró Necaxa. Más que un gol, fue un símbolo, una representación perfecta de ese destino trágico que arrastramos los felinos. Un rayo me ha partido.