Platón en El Banquete iluminó una de las dudas que carcomen mi espíritu en los últimos tiempos. Hace un par de días, escribí aquí mismo las paradojas de mi aparente inmovilidad, de esa necia vocación a aferrarme y permanecer inmutable, como una piedra que no rueda. Me gusta y me aterra la idea de no cambiar. Pero justo cuando el debate interno oscilaba en mi mente como un péndulo maldito, llegó de la nada la iluminación platónica. Bien se dice que siempre hay que volver a los griegos. Ahí está contenido todo lo que somos. Ahí está contenido todo lo que seremos. Anoche, sin buscarla, me salió al paso el párrafo de Platón que ahora transcribo:
“El hombre muere y renace sin cesar. En sus cabellos, en sus huesos, en su sangre. También en sus deseos, opiniones y temores. Así se conservan todos los seres mortales: No permaneciendo”.
Gracias Platón. Es lo que necesitaba escuchar.
Rapado rapaz
Me ha dado últimamente por raparme al cero. Por tercera vez en los últimos dos meses metí máquina a mi cabeza y quedé coquipelao. No es la primera vez en mi vida, pero sí la más persistente pues desde julio que estoy aferrado al rape total y la verdad es que me siento mucho más cómodo así. No es por ideologías ni tratamientos capilares, ni piojos, ni militancia skinhead, ni quimioterapia, ni búsqueda de ascenso laboral. No saquen conjeturas. Todo queda en un nomás porque sí, de pura cura.
Aún recuerdo la primera vez que rapé mi cabeza al cero absoluto. Fue todo un acontecimiento y una catástrofe. Ocurrió en diciembre de 1990 en represalia por las políticas de mi preparatoria, el Centro Educativo Albatros, contra el pelo largo. Cuando me obligaron a tumbarme la mata, me hice un mohak, pero en esa escuela, disque liberal y de método Montesori, no me permitieron siquiera cruzar la puerta con mi cresta. Así las cosas, hube de tumbármela y quedar coquipelao. La reacción fue pésima. Ver un pelón chocaba espantosamente en esa escuela de modelitos fresichilangos. Recuerdo que la psicóloga del colegio me dijo: “la gente que se rapa no se quiere, porque se agrade a sí misma”. Otros trataron de achacarlo a mis supuestas filias nazistas que desde la adolescencia han querido achacarme. Pero a raíz de ese rape, el pelo creció, creció y creció hasta cubrir mi espalda y así se mantuvo hasta que terminé la universidad y me recibí como abogado. Así se mantuvo durante mi primer mochilazo trotamundo hasta que el 18 de diciembre de 1996, en una peluquería de Broadway Nueva York decidí pelarme una vez más. Ese día, en medio de un peregrinar terrestre por la Costa Este, inició oficialmente mi edad adulta.
Mi mata volvió a crecer, hasta que el día de mi cumpleaños 26, el 21 de abril de 2000, la volví a cortar en una peluquería de San Francisco.
Volví a Nueva York en el infausto y apocalíptico septiembre de 2001, en esta ocasión cubriendo las secuelas de las Torres Gemelas. En homenaje y tributo a aquella rapada neoyorquina y en afán de sellar con un símbolo aquellas semanas inolvidables, volví a pelarme al absolutísimo cero, en esta ocasión en una peluquería mexicana de la Calle 116. Así, rapado, aparezco en mi credencial de rescatista que me consiguió el grupo Topos para poder entrar a Ground Zero. Prometí entonces que cada vez que regresara a Nueva York me raparía. Y volví a la Gran Manzana, por accidente, un día de noviembre de 2004, cuando un avión empezó a arrojar humo y tuvo que aterrizar de emergencia en Londres (retornábamos de la República Checa). Ante la falta de opciones para volver a San Diego, Carolina y yo fuimos enviados al JFK con noche pagada en un hotel de Queens. Quise cumplir mi promesa y raparme de nuevo (traía mi pelo ya largo en ese 2004), pero no hubo tiempo y a Carol no le entusiasmó la idea, así que mi mata sobrevivió a la Gran Manzana.
Pero el sentido ritual se le acabó a mis cortes de pelo. Antes era toda una ceremonia luctuosa, una liturgia funeraria y de iniciación. Hoy simplemente es trámite. Doy cuello a mi mata y dejo la piel. Un día de julio de 2007, entré cagado de calor a una peluquería de la calle Carrillo Puerto (tercera pa los compas) en Tijuana y sin pensarlo dos veces le dije al joto peluquero que metiera máquina y pelara sin piedad. Eso fue en julio y desde entonces me he rapado un par de veces más, la última de ellas, precisamente, ayer.
La otra realidad
Tomás Eloy Martínez
Fondo de Cultura Económica
Por Daniel Salinas Basave
Lo del romance entre periodismo y literatura me lo han machacado tanto, que acabó por resultarme un chisme de revista de corazón.
Ese amasiato tantas veces presumido pocas veces se manifiesta con plena efectividad en el papel. Muchas miraditas furtivas, recados con lápiz labial, juego de píes bajo la mesa entre estos dos amantes coquetos, pero la realidad es que periodismo y literatura rara vez se van a la cama.
He encontrado, sí, escritores que un día juegan a ser reporteros y paren una crónica novelada para alguna revista y por supuesto, una infinidad de reporteros que escriben notas rimbombantes en afán de venderlas como piezas cervantinas. Existe, cómo omitirlo, el factor García Márquez, reportero de cepa, que con todos los kilos de realismo mágico a cuestas se sacó de la manga un pedazo de súper reportaje, piedra angular del nuevo periodismo llamado Noticia de un secuestro. Por desgracia es la excepción y no la regla.
Sin embargo, existe por ahí un autor que suele patinar con éxito en esa capita de hielo que de tan delgada es a veces invisible y funge como frontera del mejor periodismo narrativo con la novela de ficción. El tipo se llama Tomás Eloy Martínez, nació en Tucumán Argentina y su pluma revela el pulso de un cuerpo con carne y sangre de periodista e imaginación de literato. En Tomás Eloy el periodismo y la literatura trascienden el nivel de amantes furtivos de ocasión y casi diría que acaban en sagrado matrimonio.
Seguramente el gran público masivo conoció a Tomás Eloy Martínez con su premio Alfaguara “El vuelo de la Reina”, su primer libro “Sanborns”, distribuido aquí, allá y acullá. Y conste que ya existían Santa Evita, novela elogiada por García Márquez, o “La novela de Perón” y “La mano del amo”, par de bombazos editoriales en Argentina con discreta aceptación en México.
Ahora el Fondo de Cultura Económica nos sorprende con esta antología titulada “La otra realidad” que bien puede ser un arma de doble filo, máxime tratándose de un autor tan diverso en lo que a exploración de géneros se refiere.
Excelente idea la de compilar artículos, ensayos, cuentos, prólogos o desvaríos, pero como que no me checa mucho la idea de meter a la fuerza fragmentos de novelas. Vaya, la novela o se lee entera o no se lee y eso de tener unas cuantas páginas de “Santa Evita”, otras de “El cantor de tango” que cortan de tajo la inspiración para pasar a “La mano del amo” como que no me checa del todo. Pero bueno, para aquellos primerizos no familiarizados con la obra de Tomás Eloy, leer un fragmento de novela puede ser algo así como una cata de vino y si la degustación es afortunada al paladar, será la motivación perfecta para buscar beberse la botella entera. Cierto, en primera instancia la antología puede servir como puerta de entrada a los no iniciados, pero donde sí no tiene desperdicio es en los capítulos dedicados a las fronteras. La frontera de la escritura y la lectura o la frontera del periodismo y la biografía en donde Tomás Eloy se discute con textos ensayísticos que vale la pena atesorar como joyas
Por ejemplo, “Periodismo y narración: desafíos para el Siglo XXI”, es un artículo que debería estar colocado en un altar en la redacción de todo periódico que aspire a sobrevivir al Apocalipsis cibernético. “La sinfonía del Mal”, “El otro que llevamos”, “La moral de los buitres”, “Retrato del artista enmascarado”, son néctar puro de tinta sabia. El gran mérito de la antología, es rescatar estos textos escritos hace años en revistas argentinas o venezolanas que difícilmente hubieran llegado a nuestras manos.
La idea de estilos narrativos contrastantes conviviendo en una misma pluma siempre resultará seductora y dado que padezco una confesa esquizofrenia prosística, Tomás Eloy será siempre una de mis terapias preferidas.
“El hombre muere y renace sin cesar. En sus cabellos, en sus huesos, en su sangre. También en sus deseos, opiniones y temores. Así se conservan todos los seres mortales: No permaneciendo”.
Gracias Platón. Es lo que necesitaba escuchar.
Rapado rapaz
Me ha dado últimamente por raparme al cero. Por tercera vez en los últimos dos meses metí máquina a mi cabeza y quedé coquipelao. No es la primera vez en mi vida, pero sí la más persistente pues desde julio que estoy aferrado al rape total y la verdad es que me siento mucho más cómodo así. No es por ideologías ni tratamientos capilares, ni piojos, ni militancia skinhead, ni quimioterapia, ni búsqueda de ascenso laboral. No saquen conjeturas. Todo queda en un nomás porque sí, de pura cura.
Aún recuerdo la primera vez que rapé mi cabeza al cero absoluto. Fue todo un acontecimiento y una catástrofe. Ocurrió en diciembre de 1990 en represalia por las políticas de mi preparatoria, el Centro Educativo Albatros, contra el pelo largo. Cuando me obligaron a tumbarme la mata, me hice un mohak, pero en esa escuela, disque liberal y de método Montesori, no me permitieron siquiera cruzar la puerta con mi cresta. Así las cosas, hube de tumbármela y quedar coquipelao. La reacción fue pésima. Ver un pelón chocaba espantosamente en esa escuela de modelitos fresichilangos. Recuerdo que la psicóloga del colegio me dijo: “la gente que se rapa no se quiere, porque se agrade a sí misma”. Otros trataron de achacarlo a mis supuestas filias nazistas que desde la adolescencia han querido achacarme. Pero a raíz de ese rape, el pelo creció, creció y creció hasta cubrir mi espalda y así se mantuvo hasta que terminé la universidad y me recibí como abogado. Así se mantuvo durante mi primer mochilazo trotamundo hasta que el 18 de diciembre de 1996, en una peluquería de Broadway Nueva York decidí pelarme una vez más. Ese día, en medio de un peregrinar terrestre por la Costa Este, inició oficialmente mi edad adulta.
Mi mata volvió a crecer, hasta que el día de mi cumpleaños 26, el 21 de abril de 2000, la volví a cortar en una peluquería de San Francisco.
Volví a Nueva York en el infausto y apocalíptico septiembre de 2001, en esta ocasión cubriendo las secuelas de las Torres Gemelas. En homenaje y tributo a aquella rapada neoyorquina y en afán de sellar con un símbolo aquellas semanas inolvidables, volví a pelarme al absolutísimo cero, en esta ocasión en una peluquería mexicana de la Calle 116. Así, rapado, aparezco en mi credencial de rescatista que me consiguió el grupo Topos para poder entrar a Ground Zero. Prometí entonces que cada vez que regresara a Nueva York me raparía. Y volví a la Gran Manzana, por accidente, un día de noviembre de 2004, cuando un avión empezó a arrojar humo y tuvo que aterrizar de emergencia en Londres (retornábamos de la República Checa). Ante la falta de opciones para volver a San Diego, Carolina y yo fuimos enviados al JFK con noche pagada en un hotel de Queens. Quise cumplir mi promesa y raparme de nuevo (traía mi pelo ya largo en ese 2004), pero no hubo tiempo y a Carol no le entusiasmó la idea, así que mi mata sobrevivió a la Gran Manzana.
Pero el sentido ritual se le acabó a mis cortes de pelo. Antes era toda una ceremonia luctuosa, una liturgia funeraria y de iniciación. Hoy simplemente es trámite. Doy cuello a mi mata y dejo la piel. Un día de julio de 2007, entré cagado de calor a una peluquería de la calle Carrillo Puerto (tercera pa los compas) en Tijuana y sin pensarlo dos veces le dije al joto peluquero que metiera máquina y pelara sin piedad. Eso fue en julio y desde entonces me he rapado un par de veces más, la última de ellas, precisamente, ayer.
La otra realidad
Tomás Eloy Martínez
Fondo de Cultura Económica
Por Daniel Salinas Basave
Lo del romance entre periodismo y literatura me lo han machacado tanto, que acabó por resultarme un chisme de revista de corazón.
Ese amasiato tantas veces presumido pocas veces se manifiesta con plena efectividad en el papel. Muchas miraditas furtivas, recados con lápiz labial, juego de píes bajo la mesa entre estos dos amantes coquetos, pero la realidad es que periodismo y literatura rara vez se van a la cama.
He encontrado, sí, escritores que un día juegan a ser reporteros y paren una crónica novelada para alguna revista y por supuesto, una infinidad de reporteros que escriben notas rimbombantes en afán de venderlas como piezas cervantinas. Existe, cómo omitirlo, el factor García Márquez, reportero de cepa, que con todos los kilos de realismo mágico a cuestas se sacó de la manga un pedazo de súper reportaje, piedra angular del nuevo periodismo llamado Noticia de un secuestro. Por desgracia es la excepción y no la regla.
Sin embargo, existe por ahí un autor que suele patinar con éxito en esa capita de hielo que de tan delgada es a veces invisible y funge como frontera del mejor periodismo narrativo con la novela de ficción. El tipo se llama Tomás Eloy Martínez, nació en Tucumán Argentina y su pluma revela el pulso de un cuerpo con carne y sangre de periodista e imaginación de literato. En Tomás Eloy el periodismo y la literatura trascienden el nivel de amantes furtivos de ocasión y casi diría que acaban en sagrado matrimonio.
Seguramente el gran público masivo conoció a Tomás Eloy Martínez con su premio Alfaguara “El vuelo de la Reina”, su primer libro “Sanborns”, distribuido aquí, allá y acullá. Y conste que ya existían Santa Evita, novela elogiada por García Márquez, o “La novela de Perón” y “La mano del amo”, par de bombazos editoriales en Argentina con discreta aceptación en México.
Ahora el Fondo de Cultura Económica nos sorprende con esta antología titulada “La otra realidad” que bien puede ser un arma de doble filo, máxime tratándose de un autor tan diverso en lo que a exploración de géneros se refiere.
Excelente idea la de compilar artículos, ensayos, cuentos, prólogos o desvaríos, pero como que no me checa mucho la idea de meter a la fuerza fragmentos de novelas. Vaya, la novela o se lee entera o no se lee y eso de tener unas cuantas páginas de “Santa Evita”, otras de “El cantor de tango” que cortan de tajo la inspiración para pasar a “La mano del amo” como que no me checa del todo. Pero bueno, para aquellos primerizos no familiarizados con la obra de Tomás Eloy, leer un fragmento de novela puede ser algo así como una cata de vino y si la degustación es afortunada al paladar, será la motivación perfecta para buscar beberse la botella entera. Cierto, en primera instancia la antología puede servir como puerta de entrada a los no iniciados, pero donde sí no tiene desperdicio es en los capítulos dedicados a las fronteras. La frontera de la escritura y la lectura o la frontera del periodismo y la biografía en donde Tomás Eloy se discute con textos ensayísticos que vale la pena atesorar como joyas
Por ejemplo, “Periodismo y narración: desafíos para el Siglo XXI”, es un artículo que debería estar colocado en un altar en la redacción de todo periódico que aspire a sobrevivir al Apocalipsis cibernético. “La sinfonía del Mal”, “El otro que llevamos”, “La moral de los buitres”, “Retrato del artista enmascarado”, son néctar puro de tinta sabia. El gran mérito de la antología, es rescatar estos textos escritos hace años en revistas argentinas o venezolanas que difícilmente hubieran llegado a nuestras manos.
La idea de estilos narrativos contrastantes conviviendo en una misma pluma siempre resultará seductora y dado que padezco una confesa esquizofrenia prosística, Tomás Eloy será siempre una de mis terapias preferidas.