Eterno Retorno

Thursday, September 27, 2007

Y dale que te pego con el pinche eclipse. Hace años, muchos años, allá por 1993, yo escribía unas chingaderas que intentaban sacar mis Demonios interiores, rendirles homenaje o atormentarlos o matarlos de risa o vaya usted a saber qué carajos quería hacerle yo a mis pinches Demonios, pero lo cierto es que ellos siguen aquí muy cómodamente instalados en mi mente, en mis sueños y en eso que llaman alma. Ya me hice compa de todos mis Diablos (El Diablo y La Muerte se me fueron amigando, como dice La Renga), pero en aquellos años me daba por escupir estas madres. Lo peor no es eso, sino que algunas se publicaron en una condenada antología que se llamó Después del Eclipse y que en estos momentos ya debe estar hecha ceniza o papel de reciclaje. Hace poco me encontré un cartapacio donde venían algunos borradores con las cosas esas (no me atrevo a llamarles poemas) escritas a máquina, una máquina marca Brother la que tenía yo en mi cuarto en esos tiempos prehistóricos precomputacionales. No conjuré al Diablo, no encontré a Dios ni a mí mismo ni a nadie (si acaso alguna morra maldita y desorientada) pero yo mandaba esos escupitajos de espíritu atormentado a una sección llamada "De los Talleres" que existía en los ancestrales tiempos en que el periódico El Norte se dignaba a tener una sección Cultural. Años después, cuando yo trabajé en el diario que me publicaba mis alucinajes de metalero, la sección Cultural ya había sido declarada poco rentable (toda sección Cultural está por definición condenada al fracaso en Monterrey) y se habían celebrado sus funerales. Son casi las 11:00 de la noche, sigo aquí en la redacción y luego de escribir más de 4 mil palabras de un artículo de análisis "diagmos" sobre los seis años de "digamos" Don Eugenio "digamos" Elorduy, lo más rentable para exorcizar los cheneques políticos que infestan mi mente, antes de irme a casa escuchando metal a todo volumen, es recordar los delirios de Después del Eclipse. Ahí les chuto sólo un par de esas chingaderas, sin corregirles ni un punto ni una coma. Compréndanlo, era un mocoso que bebía mucho mezcal y escuchaba mucho black metal (acaso he dejado de hacerlo algún día?)



Permíteme abismo

Permíteme abismo caer en tus entrañas
Donde negar sea cobijo de mi incertidumbre
Luz infecunda, sepultada en mi desprecio,
Caos, desnudas,
El alma pariendo suicidas,
Aferrados a la Nada
Idólatras de la Mentira
Abortos del Tirano
Sumisos y ocultos en la vergüenza
Miedo,
Sed de Sacrificio
Falsa piedad disimula un equívoco
Tumultos agonizantes peregrinan hacia el averno
Un muro se levanta antes sus ojos
Están cerradas las puertas del Cielo

Ceremonias adversarias

Recintos desolados pueblan mis ojos
Enfermos paraísos se funden ante ellos
Sed de condena acaricia con navajas mi cuello
Imágenes ennegrecidas infestan la plegaria

Sello de oscuridad
Rostros deformes se embarran en la ventana
Aullidos ensangrentados retumban en mi mente
Brotando sombras mórbidas como langostas
Abriendo alas infectas que eclipsan la fe

Arrancado de la Gracias, Me diluye el beso de las tinieblas
Soy devoto de todas las moscas

Samael, Ángel de la Ponzoña, desgarra en tus Fauces la compasión
Llévame a los baldíos de Sodoma
Muéstrame los altares del Príncipe Negro
Que mi canto es apóstata y mi lanza deicida
Moja mi frente en tu veneno
Incinera en negros cirios la esperanza.



El Gran Vidrio
Mario Bellatin
Anagrama

Por Daniel Salinas Basave
dsalinas@frontera.info

Mario Bellatin no puede defraudar a quienes aman su papel de ave rara, (acaso la más rara) de la narrativa contemporánea y es por ello que de él se puede esperar absolutamente todo, excepto un libro complaciente para el lector. El Gran Vidrio, definitivamente, no complace en nada.
Bellatin disfruta chocando, rompiendo, a veces por romper, cualquier vestigio que pueda siquiera acercarlo a lo ordinario o convencional.
Cierto, en estos pantanos letrados no es cosa fácil adueñarse de un estilo propio y mucho menos crear uno que además de carecer de árbol genealógico ascendente en la lengua de Cervantes, sea absolutamente inimitable.
Más que crear escuela, Bellatin yace solitario en su planeta literario como único sacerdote de un oscuro culto que tiene como feligreses a lectores cada vez más sectarios.
Y resulta que en esta secta no se valen las complacencias narrativas, pues el primer mandamiento es desconcertar al lector, hacerlo rabiar, obligarlo a interrumpir la lectura.
Se necesita cierta disposición de ánimo para leer a Bellatin y ese humor no se da a cualquier hora del día.
Bellatin es un creador de atmósferas, un artista del minimalismo y la austeridad, aunque luego de más de diez años de lectura fiel, me es imposible reprimir esa sensación de que algo se ha transformado en su intención a priori. Vaya, cuando leí Salón de Belleza allá por 1998, sentí que tenía en mis manos una pieza única de arte minimal, producto de un instante irrepetible de inspiración. Salón de Belleza me pareció una iluminación hecha papel. El Gran Vidrio en cambio me parece un intento calculado para molestar psicoanalistas. Imagino al narrador construyendo cada imagen con la firme intención de mofarse de las interpretaciones que los discípulos de Freud y Lacán harán de una mente en apariencia retorcida. Las tradicionales obsesiones bellatinescas, es decir la deformidad anatómica, los perros, la morbidez religiosa, dicen presente para confirmar la autenticidad del sello de marca registrada. El Gran Vidrio es de entrada su obra más descaradamente onírica, acaso un guiño de ojo a Valery y a Breton. Una provocación al psicoanálisis al exponer con desparpajo complejos edípicos, pavores sexuales y hacer de los genitales el centro gravitacional de la primera parte de la obra. Puede ser una divertidísima tomadura de pelo, un juego deliberado o una liberación de obsesiones enfermizas. La ¿novela? está conformada por tres autobiografías de seres (acaso el mismo ser) marginales y por supuesto deformes. La primera historia, dividida en 342 párrafos numerados, es el testimonio de un niño cuya madre está obsesionada por mostrar sus genitales en baños públicos. La segunda la de un narrador sufi que sueña a su sheika enferma y la tercera, la más rara y onírica, es la historia de una adolescente, (o acaso una anciana o acaso el mismo niño de los genitales) obsesionada por un Renault 5. Imaginen un sueño (o será mejor decir pesadilla) obsesiva, delirante, como cuando Morfeo asalta al cuerpo con unos grados de fiebre. Luego entonces, imaginen algo alucinante.