Buendía y Calleja
Algo muy distinto sucedió un lustro antes con Manuel Buendía. En 1983 yo era un niño de 9 años ajeno por completo a los periódicos y aún así llegó hasta mis oídos la noticia de que en la Ciudad de México habían asesinado por la espalda a un periodista. También me enteré que había un puerco tufillo a crimen de estado detrás de la bala que mató al comunicador. No se trata de caer en la odiosa comparación de Buendía con Calleja, pero es innegable el abismo que separa al nivel de cobertura noticiosa que se dio en su momento a sus respectivos asesinatos. Hoy que soy periodista, me ha quedado muy claro que la sencilla razón de esta disparidad abismal son los más de 3 mil kilómetros que separan a la capital del país del último rincón norteño de su geografía, el lugar donde empieza y termina la patria. No hay que darle demasiadas vueltas al asunto. La firma de Manuel Buendía aparecía en medios nacionales. La de Calleja en un semanario cuya área de influencia no traspasaba las fronteras de Baja California. Centralistas hasta en la jerarquización de la información, los medios nos hemos encargado de dar mucho más peso a lo que sucede en la Gran Tenochtitlán. Afuera de sus límites todo el país es un enorme Cuautitlán y para nuestros colegas de los medios nacionales, los periodistas de Tijuana somos, en el mejor de los casos, una suerte de exóticos quijotes de la pluma, gacetilleros suicidas que tunden teclas en medio de una orgía de balas, desafiando a oscuros poderes desde una desvencijada redacción perdida en medio del desierto.
Algo muy distinto sucedió un lustro antes con Manuel Buendía. En 1983 yo era un niño de 9 años ajeno por completo a los periódicos y aún así llegó hasta mis oídos la noticia de que en la Ciudad de México habían asesinado por la espalda a un periodista. También me enteré que había un puerco tufillo a crimen de estado detrás de la bala que mató al comunicador. No se trata de caer en la odiosa comparación de Buendía con Calleja, pero es innegable el abismo que separa al nivel de cobertura noticiosa que se dio en su momento a sus respectivos asesinatos. Hoy que soy periodista, me ha quedado muy claro que la sencilla razón de esta disparidad abismal son los más de 3 mil kilómetros que separan a la capital del país del último rincón norteño de su geografía, el lugar donde empieza y termina la patria. No hay que darle demasiadas vueltas al asunto. La firma de Manuel Buendía aparecía en medios nacionales. La de Calleja en un semanario cuya área de influencia no traspasaba las fronteras de Baja California. Centralistas hasta en la jerarquización de la información, los medios nos hemos encargado de dar mucho más peso a lo que sucede en la Gran Tenochtitlán. Afuera de sus límites todo el país es un enorme Cuautitlán y para nuestros colegas de los medios nacionales, los periodistas de Tijuana somos, en el mejor de los casos, una suerte de exóticos quijotes de la pluma, gacetilleros suicidas que tunden teclas en medio de una orgía de balas, desafiando a oscuros poderes desde una desvencijada redacción perdida en medio del desierto.