Seguimos con ese poco de algo de ficción...(se parece a mí, pero como diría el Gustavo, hoy ya no soy Yo)
Siempre llovía en mi cumpleaños. Podía fallar la piñata, el pastel, los regalos, pero nunca el agua. Las nubes negras siempre llegaron puntuales a Monterrey. En Tijuana en cambio nunca llueve en abril. Su temporada de lluvias, si es que temporada se le puede llamar, es en enero, cuando muy tarde febrero. Cada cinco o siete años con catástrofes diluvianas. Lo de las lluvias primaverales es cosa de tierras regiomontanas.
Desde que vivo en Tijuana nunca ha llovido en mi cumpleaños. Pero de una cosa sí estoy seguro: El 21 de abril de 1988 Tijuana amaneció bajo la lluvia. Todas las crónicas coinciden. La de Pablo Montenegro y la de mis colegas reporteros que cubrieron el hecho. Todos, sin excepción, sostienen que esa mañana estaba lloviendo. No me he cansado de revisar en hemerotecas lo que publicaron los periódicos tijuanenses del 22 de abril. Los he leído una y otra vez sin cansarme. Saqué copias de todos los ejemplares e incluso los traigo conmigo. Ahora que estoy en este hotelucho de mala muerte, he tenido tiempo de sobra para releer cada una de las crónicas que se escribieron sobre el asesinato.
La mayoría de los que eran reporteros en esa época y cubrieron el hecho, hoy son veteranos jefes de redacción que se oxidan en una oficina o simplemente reventaron y se dieron cuenta que el periodismo no ha sido ni será nunca una apuesta de vida. En cambio, en 1988 yo era un adolescente conflictivo al que ni por la cabeza la pasaba dedicarse al periodismo y que tardó once años en saber que en el mundo había existido un columnista irreverente y combativo llamado Hilario Calleja al que mataron en una mañana lluviosa de primavera. Sí, llegué muy tarde al caso, cuando en teoría todo estaba escrito. Tras litros y litros de tinta desparramados en el caso Hilario Calleja, se le considera un tema agotado, condenado a perpetuidad a la página negra que X en la Frente saca cada viernes. Nadie se imagina que yo estoy a punto de hacer que este caso resucite como Lázaro de su tumba y que 18 años después, volveré a poner a Calleja en boca de todos y escribiré el artículo más contundente sobre el tema que jamás se haya escrito. Sólo resta esperar la llamada para empezar a reconstruir los hechos.
Ese día nadie aventuraba aún la hipótesis de Salomón Zaja como autor material del asesinato de Hilario Calleja. Mucho menos iban a mencionar el nombre de Alfio Wolf. Se referían únicamente al extraño asesinato de un periodista, emboscado en una calle cercana a su domicilio minutos después de las 9:00 de la mañana. El parte de la Policía Municipal reportaba cuatro impactos de bala sobre el cuerpo de Calleja que quedó tendido sobre el volante de su automóvil, cuyo parabrisas, obvia decirlo, fue pulverizado por los impactos. Dos balas en el pulmón, una más en el cuello, sólo una en la cabeza que entró por el pómulo. Muerte instantánea. Testigos anónimos se referían a un estereotípico Grand Marquís de vidrios oscuros y sin placas. Por supuesto, ninguna edición señaló que los asesinos huyeron a refugiarse en el Hipódromo. Eso se sabría hasta después. Y yo, en lo personal, lo sabría mucho después, hasta que llegué a vivir a Tijuana en la Primavera de 1999
Aunque no lo viví, mi imaginación representa a la perfección la escena de ese 21 de abril de 1988. Después de todo, cuando el muerto es el personaje principal de la obra, el montaje de la escena es siempre el mismo. Una obra teatral harto representada en las calles tijuanenses de la que tantas veces he escrito. Bueno, las notas en realidad las puedes escribir con machote. Leo las que escribí hace cinco años y las que escribí la semana pasada y casi nada cambia, salvo la extensión y mis ganas de fumar. Las notas policíacas son cada vez más cortas e intrascendentes. Diría que tantos muertos han acabado por matarme de aburrimiento. Me han enseñado a escribir las notas en piloto automático.
Empleados de periciales que toman medidas como un haría un sastre aburrido remendando un traje viejo mientras buscan casquillos percutidos en el pavimento, olisqueando como sabuesos en busca de una pista. Policías municipales que al son del 12-17 embadurnan de saliva sus radios intentando adueñarse de la situación y los reporteros, siempre los condenados reporteros, abriéndose paso entre los mirones como un cortejo de hienas y chacales que se acercan a husmear el cadáver de la gacela. Satisfecho el morbo una vez contemplado el rostro ensangrentado y elaboradas las preguntas de rigor, los reporteros hurgan en los bolsos de sus viejas chamarras en busca de cigarros. Aquel que encuentre la cajetilla habrá de repartir los tabacos sobrantes entre la cofradía. No se por qué, pero a casi todos los colegas nos da por fumar cuando estamos ante un cadáver. Si tuviera que echarle a alguien la culpa de mi incurable tabaquismo, los culpables serían los cientos de muertos sobre los que he tenido que escribir notas cada vez más cortas y perdidas en las páginas interiores. Conste que decir cientos de muertos no es una exageración. Aunque he perdido la cuenta de cuántos cadáveres me han hecho salir corriendo de la redacción para alcanzar a tomar una foto que por lo demás siempre será la misma, estoy seguro que han sido más de 150 o más de 200. Qué digo. Seguramente más de 600 ¿Más de mil? No lo se. Tan solo el año pasado se cometieron 435 asesinatos en Tijuana. Más del 80% son crímenes relacionados con la mafia y casi todos los cubrí yo. En años anteriores el promedio ha sido de entre 350 y 400 homicidios por año. Más o menos un muerto por día. Yo fui reportero policíaco durante poco más de cuatro años. Cuestión de hacer cálculos para darme cuenta que sin duda me acerco a mil notas de muertos. Eso se traduce en mil cigarros fumados en escenas de crimen o acaso sean dos mil, por aquello de que en esos casos te da por prender el segundo cigarro con la colilla del primero.
Siempre llovía en mi cumpleaños. Podía fallar la piñata, el pastel, los regalos, pero nunca el agua. Las nubes negras siempre llegaron puntuales a Monterrey. En Tijuana en cambio nunca llueve en abril. Su temporada de lluvias, si es que temporada se le puede llamar, es en enero, cuando muy tarde febrero. Cada cinco o siete años con catástrofes diluvianas. Lo de las lluvias primaverales es cosa de tierras regiomontanas.
Desde que vivo en Tijuana nunca ha llovido en mi cumpleaños. Pero de una cosa sí estoy seguro: El 21 de abril de 1988 Tijuana amaneció bajo la lluvia. Todas las crónicas coinciden. La de Pablo Montenegro y la de mis colegas reporteros que cubrieron el hecho. Todos, sin excepción, sostienen que esa mañana estaba lloviendo. No me he cansado de revisar en hemerotecas lo que publicaron los periódicos tijuanenses del 22 de abril. Los he leído una y otra vez sin cansarme. Saqué copias de todos los ejemplares e incluso los traigo conmigo. Ahora que estoy en este hotelucho de mala muerte, he tenido tiempo de sobra para releer cada una de las crónicas que se escribieron sobre el asesinato.
La mayoría de los que eran reporteros en esa época y cubrieron el hecho, hoy son veteranos jefes de redacción que se oxidan en una oficina o simplemente reventaron y se dieron cuenta que el periodismo no ha sido ni será nunca una apuesta de vida. En cambio, en 1988 yo era un adolescente conflictivo al que ni por la cabeza la pasaba dedicarse al periodismo y que tardó once años en saber que en el mundo había existido un columnista irreverente y combativo llamado Hilario Calleja al que mataron en una mañana lluviosa de primavera. Sí, llegué muy tarde al caso, cuando en teoría todo estaba escrito. Tras litros y litros de tinta desparramados en el caso Hilario Calleja, se le considera un tema agotado, condenado a perpetuidad a la página negra que X en la Frente saca cada viernes. Nadie se imagina que yo estoy a punto de hacer que este caso resucite como Lázaro de su tumba y que 18 años después, volveré a poner a Calleja en boca de todos y escribiré el artículo más contundente sobre el tema que jamás se haya escrito. Sólo resta esperar la llamada para empezar a reconstruir los hechos.
Ese día nadie aventuraba aún la hipótesis de Salomón Zaja como autor material del asesinato de Hilario Calleja. Mucho menos iban a mencionar el nombre de Alfio Wolf. Se referían únicamente al extraño asesinato de un periodista, emboscado en una calle cercana a su domicilio minutos después de las 9:00 de la mañana. El parte de la Policía Municipal reportaba cuatro impactos de bala sobre el cuerpo de Calleja que quedó tendido sobre el volante de su automóvil, cuyo parabrisas, obvia decirlo, fue pulverizado por los impactos. Dos balas en el pulmón, una más en el cuello, sólo una en la cabeza que entró por el pómulo. Muerte instantánea. Testigos anónimos se referían a un estereotípico Grand Marquís de vidrios oscuros y sin placas. Por supuesto, ninguna edición señaló que los asesinos huyeron a refugiarse en el Hipódromo. Eso se sabría hasta después. Y yo, en lo personal, lo sabría mucho después, hasta que llegué a vivir a Tijuana en la Primavera de 1999
Aunque no lo viví, mi imaginación representa a la perfección la escena de ese 21 de abril de 1988. Después de todo, cuando el muerto es el personaje principal de la obra, el montaje de la escena es siempre el mismo. Una obra teatral harto representada en las calles tijuanenses de la que tantas veces he escrito. Bueno, las notas en realidad las puedes escribir con machote. Leo las que escribí hace cinco años y las que escribí la semana pasada y casi nada cambia, salvo la extensión y mis ganas de fumar. Las notas policíacas son cada vez más cortas e intrascendentes. Diría que tantos muertos han acabado por matarme de aburrimiento. Me han enseñado a escribir las notas en piloto automático.
Empleados de periciales que toman medidas como un haría un sastre aburrido remendando un traje viejo mientras buscan casquillos percutidos en el pavimento, olisqueando como sabuesos en busca de una pista. Policías municipales que al son del 12-17 embadurnan de saliva sus radios intentando adueñarse de la situación y los reporteros, siempre los condenados reporteros, abriéndose paso entre los mirones como un cortejo de hienas y chacales que se acercan a husmear el cadáver de la gacela. Satisfecho el morbo una vez contemplado el rostro ensangrentado y elaboradas las preguntas de rigor, los reporteros hurgan en los bolsos de sus viejas chamarras en busca de cigarros. Aquel que encuentre la cajetilla habrá de repartir los tabacos sobrantes entre la cofradía. No se por qué, pero a casi todos los colegas nos da por fumar cuando estamos ante un cadáver. Si tuviera que echarle a alguien la culpa de mi incurable tabaquismo, los culpables serían los cientos de muertos sobre los que he tenido que escribir notas cada vez más cortas y perdidas en las páginas interiores. Conste que decir cientos de muertos no es una exageración. Aunque he perdido la cuenta de cuántos cadáveres me han hecho salir corriendo de la redacción para alcanzar a tomar una foto que por lo demás siempre será la misma, estoy seguro que han sido más de 150 o más de 200. Qué digo. Seguramente más de 600 ¿Más de mil? No lo se. Tan solo el año pasado se cometieron 435 asesinatos en Tijuana. Más del 80% son crímenes relacionados con la mafia y casi todos los cubrí yo. En años anteriores el promedio ha sido de entre 350 y 400 homicidios por año. Más o menos un muerto por día. Yo fui reportero policíaco durante poco más de cuatro años. Cuestión de hacer cálculos para darme cuenta que sin duda me acerco a mil notas de muertos. Eso se traduce en mil cigarros fumados en escenas de crimen o acaso sean dos mil, por aquello de que en esos casos te da por prender el segundo cigarro con la colilla del primero.