Fábricas de veneno e infiernos orientales
Este día, como tantos otros, acompañé a Jorge Hank Rhon a recorrer fábricas y este día, como tantos otros, la visión de las fábricas me generó algo parecido a una absoluta desolación del alma. Cada que visito una maquiladora me sucede lo mismo. Siento asco, repugnancia, impotencia y los acordes de Welcome to the machine de Pink Floyd empiezan a sonar en mi cabeza.
El interior de las fábricas me horroriza. El exterior también. En esta ocasión visitamos tres industrias del Parque Industrial Florido. El entorno es de por sí deprimente. Toda la Zona Este de Tijuana parece hecha polvo y humo. Polvo de cerro mutilado, humo eterno de fábrica y calafia. La primera fábrica que visitamos fue la de Coca Cola. Como si se tratara de poner en claro que estábamos en el Infierno, lo primero que contemplaron mis ojos fue el almacén de azúcar. Ahí estaban frente a mí kilos de azúcar blanca, un universo entero de dosis venenosas destinadas a transformarse en cuerpos diabéticos, vientres hinchados, rostros obesos. Azúcar blanca. El elixir del veneno. Después las zonas embotelladoras. Miles y miles de botellas, de plástico la mayoría, marchan por la banda cual soldaditos al matadero. Las líneas de producción me resultaron como los círculos infernales de Dante. Lo más infernal, sin duda, es la eternidad del ruido. El ruido es omnipresente, taladrante, señor todo poderoso del entorno que funde a las almas bajo su cetro. La coca cola es una bebida pestilente, nociva y su única herencia es diabetes y puerquez. Hoy conocí la fábrica del veneno y me siento un poco envenenado.
La incubadora de esclavos
Más tarde fuimos a la Samsung y a la Hyundai. Las maquiladoras orientales tienen siempre un sentido más ritual. Vaya, coreanos y japoneses se las arreglan para hacer de las líneas de producción un rito. Reciben al alcalde con flores y las típicas reverencias en los saludos asiáticos. La uniformidad de los empleados y sistemas de trabajo es aún más obsesiva. Por si fuera poco, visitamos la guardería. Decenas, por no hablar de centenares de niños yacían ahí, cuidados por anónimas nanas, debidamente uniformadas, mientras sus madres empeñaban su existencia y su salud en las líneas de producción. Niños y niñas invariablemente morenos, destinados a ser esclavos de las fábricas o criminales, futuros huéspedes de los centros de rehabilitación o de las cárceles. La vida es una cárcel con las puertas abiertas. El proletariado podría no tener hijos, pero los tiene. No digo que decide tenerlos. Los tiene como si se tratase de un mandato divino o una condena irrenunciable. Más niños morenos al mundo para alimentar la máquina. Miré a todos esos niños, hijos de obreros, jugando o durmiendo plácidamente, alineados en sus cunas, lejos de sus madres, inocentes cachorritos, ignorantes de su desgracia. Dos caminos les aguardan a esos pobres niños: Ser el esclavo de un patrón oriental, en cuyo caso, su máxima aspiración será aparecer en el cuadro de honor del empleado del mes y reunir los puntos necesarios en Infonavit para aspirar a vivir en una microcasa del Florido en donde amontonar a su prole y pasar a transformarse en esclavos de una inmobiliaria. La otra opción es hacer de la calle un hogar, del desempleo una vocación y limitarse a reunir lo necesario para sus baratas caguamas, antes de que llegue el colega que los inicie en el crystal o la heroína y los transforme en esclavos de un deeler, que los orillará a dar cristalazos a los carros, a entrar a las casas, a asaltar gente, labor a la que se dedicarán antes de que el Estado los transforme en huéspedes de una cárcel y les procure alimentos y droga. Y por supuesto, cómo olvidarlo, todos ellos soñarán alguna vez en irse a ese mítico paraíso llamado otro lado y como salmones corriente arriba, desafiarán migras, soles y nevadas, ríos y desiertos y sólo unos cuantos llegarán a su destino de transformarse en esclavos de un anglosajón, mientras el resto se aburrirá de ser deportado y, y .... Ustedes ya saben toda esta pinche historia.
Este día, como tantos otros, acompañé a Jorge Hank Rhon a recorrer fábricas y este día, como tantos otros, la visión de las fábricas me generó algo parecido a una absoluta desolación del alma. Cada que visito una maquiladora me sucede lo mismo. Siento asco, repugnancia, impotencia y los acordes de Welcome to the machine de Pink Floyd empiezan a sonar en mi cabeza.
El interior de las fábricas me horroriza. El exterior también. En esta ocasión visitamos tres industrias del Parque Industrial Florido. El entorno es de por sí deprimente. Toda la Zona Este de Tijuana parece hecha polvo y humo. Polvo de cerro mutilado, humo eterno de fábrica y calafia. La primera fábrica que visitamos fue la de Coca Cola. Como si se tratara de poner en claro que estábamos en el Infierno, lo primero que contemplaron mis ojos fue el almacén de azúcar. Ahí estaban frente a mí kilos de azúcar blanca, un universo entero de dosis venenosas destinadas a transformarse en cuerpos diabéticos, vientres hinchados, rostros obesos. Azúcar blanca. El elixir del veneno. Después las zonas embotelladoras. Miles y miles de botellas, de plástico la mayoría, marchan por la banda cual soldaditos al matadero. Las líneas de producción me resultaron como los círculos infernales de Dante. Lo más infernal, sin duda, es la eternidad del ruido. El ruido es omnipresente, taladrante, señor todo poderoso del entorno que funde a las almas bajo su cetro. La coca cola es una bebida pestilente, nociva y su única herencia es diabetes y puerquez. Hoy conocí la fábrica del veneno y me siento un poco envenenado.
La incubadora de esclavos
Más tarde fuimos a la Samsung y a la Hyundai. Las maquiladoras orientales tienen siempre un sentido más ritual. Vaya, coreanos y japoneses se las arreglan para hacer de las líneas de producción un rito. Reciben al alcalde con flores y las típicas reverencias en los saludos asiáticos. La uniformidad de los empleados y sistemas de trabajo es aún más obsesiva. Por si fuera poco, visitamos la guardería. Decenas, por no hablar de centenares de niños yacían ahí, cuidados por anónimas nanas, debidamente uniformadas, mientras sus madres empeñaban su existencia y su salud en las líneas de producción. Niños y niñas invariablemente morenos, destinados a ser esclavos de las fábricas o criminales, futuros huéspedes de los centros de rehabilitación o de las cárceles. La vida es una cárcel con las puertas abiertas. El proletariado podría no tener hijos, pero los tiene. No digo que decide tenerlos. Los tiene como si se tratase de un mandato divino o una condena irrenunciable. Más niños morenos al mundo para alimentar la máquina. Miré a todos esos niños, hijos de obreros, jugando o durmiendo plácidamente, alineados en sus cunas, lejos de sus madres, inocentes cachorritos, ignorantes de su desgracia. Dos caminos les aguardan a esos pobres niños: Ser el esclavo de un patrón oriental, en cuyo caso, su máxima aspiración será aparecer en el cuadro de honor del empleado del mes y reunir los puntos necesarios en Infonavit para aspirar a vivir en una microcasa del Florido en donde amontonar a su prole y pasar a transformarse en esclavos de una inmobiliaria. La otra opción es hacer de la calle un hogar, del desempleo una vocación y limitarse a reunir lo necesario para sus baratas caguamas, antes de que llegue el colega que los inicie en el crystal o la heroína y los transforme en esclavos de un deeler, que los orillará a dar cristalazos a los carros, a entrar a las casas, a asaltar gente, labor a la que se dedicarán antes de que el Estado los transforme en huéspedes de una cárcel y les procure alimentos y droga. Y por supuesto, cómo olvidarlo, todos ellos soñarán alguna vez en irse a ese mítico paraíso llamado otro lado y como salmones corriente arriba, desafiarán migras, soles y nevadas, ríos y desiertos y sólo unos cuantos llegarán a su destino de transformarse en esclavos de un anglosajón, mientras el resto se aburrirá de ser deportado y, y .... Ustedes ya saben toda esta pinche historia.