Eterno Retorno

Wednesday, July 06, 2005

En 1999, mi primera visita a una maquiladora tijuanense, me generó tal depresión, que me hizo parir o eructar un intento de noveluca llamada Odiando a Dios en Tijuana. Este es sólo un fragmento.


El trabajo no tiene pierde, cualquiera puede hacerlo aunque lo cabrón va a ser aguantarlo. Claro, a la hora en que estás en Recursos Humanos te dicen que aquí hay oportunidades para el que quiera superarse, la empresa entiende, por supuesto, que lo más valioso es su patrimonio humano y hay promociones, incentivos, ascensos, esto es sólo de tener ganas, ser responsable, positivo, que, ¿a poco cuesta mucho regalar una sonrisa al llegar a trabajar? Eso sí, nada de retardos, nada de distracciones ni de ligues adentro de la empresa, ninguna palabra, ningún movimiento ajeno a la labor, para eso está el supervisor que no se la va una sin reportar. Al supervisor su trabajo le ha costado llegar hasta donde está, él empezó como ustedes, pero sacó a tiempo la chamba, le echó ganas, ¿ya ven? Todo es querer. Tu labor será poner un par de tornillos en un casete, que llegará a tus manos cada cinco segundos durante ocho horas seguidas, no debes parar, para eso vas a tener dos recesos de 15 minutos que te va a asignar el supervisor.
¿La paga? Pues para empezar estamos pagando el mínimo con las prestaciones de ley, hay un incentivo de 35 pesos por puntualidad y premios mensuales de 70 pesos para los empleados más productivos, o sea que eso de ustedes depende.
Una vez adentro ya nada importa. No hay rostros, ni voces bajo el cetro del ruido, amo y señor que engulle sueños, pasiones, risas y llanto. El aparato digestivo de la máquina no cesa su crónico estertor, sordo ante la amalgama de frustraciones que se derriten en sus fauces para quedar convertidas en un mismo cuerpo pastoso, incoloro, bolo alimenticio procesado en ponzoña, excremento abortado sobre grava.
¿Querías trabajo? Esto es la carne del futuro. No hay maizales sepultados bajo el lodo, ni semillas calcinadas en las grietas de la tierra, no sientes el brazo de sol flagelando tu espalda, ni la sal del sudor cegando tus ojos. Aquí olvidarás que hay cielo y nunca el viento volverá a secar tus lágrimas. ¿Lo ves? Has regresado al paraíso perdido, no tendrás que herir la tierra con tu sudor para ganar el pan ni sujetarán tu vida a los caprichos de unas nubes tiranas. Tu salario estará ahí, al igual que los tornillos y las plásticas estructuras que vomitará la máquina para que tus manos le den forma de suculento bocado capaz de sosegar el vientre sin fondo del consumo. Ni siquiera debes caminar, permanecerás ahí, en el mismo punto, bajo techo, sobre cemento, en mecánica eternidad. Por la noche quedará el retorno a casa, amontonado entre sudores pestilentes en la oscuridad de una calafia que desgarra el último aliento de su lámina en el caos. La caricia de aguardiente en tu garganta no es capaz de apagar el ruido. Sólo trae mórbidas nostalgias y sed de venganza. El ruido no muere, ni siquiera el sueño seco es capaz de sofocarlo. Llega, dibujado en los rostros obtusos de los que a tu lado comparten la condena. ¿No es esto fantástico? El progreso atravesó el Pacífico desde el lejano oriente y desembarcó como un redentor dispuesto a condenar a los avernos la prehistoria campesina. La saliva de la bestia es el infinito océano, la ubre de escamas capaz de amamantar al mundo. Y tu estás ahí, lánguido como un feto, aferrado a tu cadena umbilical.