Velada nocturna en Montparnasse
No importa cuantas dósis de nihilismo traiga uno en la cabeza. Tampoco el estar aferrado a la convicción de que el único futuro posible después de la muerte es un fiel cortejo de gusanos o un caja de cenizas condenada a arrumabse en el closet más viejo.
Cuando se camina por un cementerio como el Montparnasse en una oscura mañana de lluvia, es imposible resistir la tentación de imaginar improbables diálogos entre los huespedes de las tumbas.
¿Con que pretexto iría el solitario Eugene Ionesco a saludar a sus alegres vecinos Carol Dunlop y Julio Cortazar? Con un poco de inspiración, la conversación se convertiría en cuestión de segundos en un interminable juego de palabras. Ya animados, tal vez se les ocurra caminar hasta el muro del cementerio y pasar a visitar a Simone de Beauvoir y Jean Paul Sartre, que acostumbrados como están a las visitas inoportunas, tendrán ya el vino sobre la mesa. Si la velada va tomando calor, no es descartable hasta al mismísimo Porfirio Díaz le de por salirse un rato de su mausoleo, aunque sea para ir a gritarles que lo dejen dormir o que si no están dispuestos a callarse, por lo menos le platiquen algo de Oaxaca.
Ya entrada la noche, los alegres comensales verán entre las sombras una figura encorbada, vestida de negro, con mirada triste y meditabunda que acaso llegue a preguntarles si por casualidad no han visto por ahí a su amada Jean Duval o si entre esas lápidas no está oculto algún lector de Poe.
El visitante les confiesa que está harto de vivir en una vieja tumba donde cual si fuera una burla del destino, su nombre está escrito enmedio del de su aborrecido padrastro y su amada madre, en la que no hay un solo monumento alusivo ni un solo verso escrito en la lápida.
Sólo hasta que bebe la copa de vino que le ofrece Jean Paul y Julio rompe el hielo con algún aforismo, el extraño se presenta como Charles Baudelaire y afirma que ha sido incomprendido. Vuelve a guardar silencio. Cuando empieza sentirse el frío del amanecer y los invitados, ya algo ebrios, emprenden a sus tumbas, Charles acaso se dirija a los filósofos, al dramaturgo y al narrador y en un murmullo les diga: ?Sé siempre poeta, incluso en prosa?.
No importa cuantas dósis de nihilismo traiga uno en la cabeza. Tampoco el estar aferrado a la convicción de que el único futuro posible después de la muerte es un fiel cortejo de gusanos o un caja de cenizas condenada a arrumabse en el closet más viejo.
Cuando se camina por un cementerio como el Montparnasse en una oscura mañana de lluvia, es imposible resistir la tentación de imaginar improbables diálogos entre los huespedes de las tumbas.
¿Con que pretexto iría el solitario Eugene Ionesco a saludar a sus alegres vecinos Carol Dunlop y Julio Cortazar? Con un poco de inspiración, la conversación se convertiría en cuestión de segundos en un interminable juego de palabras. Ya animados, tal vez se les ocurra caminar hasta el muro del cementerio y pasar a visitar a Simone de Beauvoir y Jean Paul Sartre, que acostumbrados como están a las visitas inoportunas, tendrán ya el vino sobre la mesa. Si la velada va tomando calor, no es descartable hasta al mismísimo Porfirio Díaz le de por salirse un rato de su mausoleo, aunque sea para ir a gritarles que lo dejen dormir o que si no están dispuestos a callarse, por lo menos le platiquen algo de Oaxaca.
Ya entrada la noche, los alegres comensales verán entre las sombras una figura encorbada, vestida de negro, con mirada triste y meditabunda que acaso llegue a preguntarles si por casualidad no han visto por ahí a su amada Jean Duval o si entre esas lápidas no está oculto algún lector de Poe.
El visitante les confiesa que está harto de vivir en una vieja tumba donde cual si fuera una burla del destino, su nombre está escrito enmedio del de su aborrecido padrastro y su amada madre, en la que no hay un solo monumento alusivo ni un solo verso escrito en la lápida.
Sólo hasta que bebe la copa de vino que le ofrece Jean Paul y Julio rompe el hielo con algún aforismo, el extraño se presenta como Charles Baudelaire y afirma que ha sido incomprendido. Vuelve a guardar silencio. Cuando empieza sentirse el frío del amanecer y los invitados, ya algo ebrios, emprenden a sus tumbas, Charles acaso se dirija a los filósofos, al dramaturgo y al narrador y en un murmullo les diga: ?Sé siempre poeta, incluso en prosa?.