Sobre el 5 de mayo
La frase perdimos una batalla, pero no la guerra, la podrían aplicar perfectamente los franceses al 5 de mayo.
Dicho en términos futboleros, sería el equivalente a que México y Francia se enfrenten en un Mundial en la primera ronda y que por azares del destino, los verdes lograran un triunfo sorpresivo, sin que ello significara la eliminación de los galos. Más tarde, el torneo los vuelve a enfrentar en cuartos de final y ahora sí, los franceses ganan y nos eliminan
No se trata de restarle méritos al triunfo de Ignacio Zaragoza, diciendo que la mayoría de los zuavos franceses venían devastados por la fiebre amarilla y de más padecimientos tropicales que se los comieron durante su estancia en Veracruz. La verdad es que Zaragoza y Porfirio Díaz se aventaron muy buen jale, aunque la labor de los indios zacapoaxtlas fue clave en la victoria. Pero repito, se ganó una batalla, pero no la guerra, pues con ese triunfo no pudimos echar a patadas de México a los franchutes.
Ignacio Zaragoza, como los mejores rockstars, se murió en al auge de su carrera, vestido de héroe invicto.
El tifus lo mató el 8 de septiembre de 1862, apenas cuatro meses después de su gloria. Murió invicto. Tal vez de haber vivido, hubiera conocido la derrota, como la conoció Jesús González Ortega cuando Forey y Aquiles Bazán reorganizaron al ejército francés.
La historia mexicana ama hablar del 5 de mayo de 1862, pero jamás habla de 18 de mayo de 1863, cuando Puebla por fin cayó a manos de los franceses. Ese triunfo fue contundente, pues a partir de ahí, Benito Juárez y su gabinete tuvieron que pelar gallo de la capital a bordo del carruajito en donde transportaban el tesoro nacional y la constitución. Los franceses entraron en la Ciudad de México, establecieron la regencia y en 1864 trajeron a Maximiliano.
Y bueno, un patriota radical bien podría decirme, pero al final les ganamos, pues después de todo no somos una colonia francesa.
Mentira. Nunca les ganamos. Los franceses se fueron solitos en 1866 cuando Napoleón III se aburrió de su capricho colonial mexicano y empezó a sentir pasos en la azotea con el ejército prusiano de Bismarck, que acabaría por aniquilar por completo a los galos en 1870. Napoleón dejó solito a Maximiliano. Su mujer Carlota, desesperada, viajó a París a exigirle que cumpliera con su promesa de dejar las tropas en México. Napoleón la mandó al carajo y entonces fue con el Papa, que también le dio avión, así que a Mamá Carlota se le botó la canica y permaneció desquiciada hasta su muerte, en 1927. Maximiliano, solito y su alma, pensó en embarcarse de regreso a su tierra, pero su austriaca madre Sofía, le dijo que no fuera maricón y que aguantara como los hombrecitos el embate del ejército liberal. Los únicos que le entraron al quite a defender al buen Max, fueron los conservadores de Miguel Miramón, Tomás Mejía y Leonardo Márquez. El gran triunfo de Mariano Escobedo en Querétaro el 15 de mayo de 1867, no fue contra un ejército extranjero, sino contra una diezmada tropa de mexicanos mojigatos que creían en los privilegios de la iglesia católica.
La historia del Cerro de las Campanas todos la conocemos.
De cualquier manera, yo de niño solía festejar con todo el 5 de mayo.
Resulta que estudié la primaria y media secundaria en un colegio que se pretendía franchute, el Liceo Anglo Francés de Monterrey, del que fui generación fundadora en septiembre de 1981. Un colegio mal planeado que pretendió venderle a los regios burgueses la hermosa idea de que sus hijitos hablaran francés como principitos. Y para darse caché, llenaron el colegio de puros maestros franceses que ni siquiera eran pedagogos o educadores, sino viles aventureros. Cuanto francés vivía en Monterrey, fue a caer ahí. Me acuerdo de una maestra haitiana, Adeline y de Claude, un explorador de cuevas. Comos los maestros franceses eran muy estrictos y siempre me reprobaban (pregúntenme qué carajos se de francés actualmente) la rigurosa celebración escolar del 5 de mayo era mi única forma de desquitarme y restregarles el triunfo de México en la cara.
La frase perdimos una batalla, pero no la guerra, la podrían aplicar perfectamente los franceses al 5 de mayo.
Dicho en términos futboleros, sería el equivalente a que México y Francia se enfrenten en un Mundial en la primera ronda y que por azares del destino, los verdes lograran un triunfo sorpresivo, sin que ello significara la eliminación de los galos. Más tarde, el torneo los vuelve a enfrentar en cuartos de final y ahora sí, los franceses ganan y nos eliminan
No se trata de restarle méritos al triunfo de Ignacio Zaragoza, diciendo que la mayoría de los zuavos franceses venían devastados por la fiebre amarilla y de más padecimientos tropicales que se los comieron durante su estancia en Veracruz. La verdad es que Zaragoza y Porfirio Díaz se aventaron muy buen jale, aunque la labor de los indios zacapoaxtlas fue clave en la victoria. Pero repito, se ganó una batalla, pero no la guerra, pues con ese triunfo no pudimos echar a patadas de México a los franchutes.
Ignacio Zaragoza, como los mejores rockstars, se murió en al auge de su carrera, vestido de héroe invicto.
El tifus lo mató el 8 de septiembre de 1862, apenas cuatro meses después de su gloria. Murió invicto. Tal vez de haber vivido, hubiera conocido la derrota, como la conoció Jesús González Ortega cuando Forey y Aquiles Bazán reorganizaron al ejército francés.
La historia mexicana ama hablar del 5 de mayo de 1862, pero jamás habla de 18 de mayo de 1863, cuando Puebla por fin cayó a manos de los franceses. Ese triunfo fue contundente, pues a partir de ahí, Benito Juárez y su gabinete tuvieron que pelar gallo de la capital a bordo del carruajito en donde transportaban el tesoro nacional y la constitución. Los franceses entraron en la Ciudad de México, establecieron la regencia y en 1864 trajeron a Maximiliano.
Y bueno, un patriota radical bien podría decirme, pero al final les ganamos, pues después de todo no somos una colonia francesa.
Mentira. Nunca les ganamos. Los franceses se fueron solitos en 1866 cuando Napoleón III se aburrió de su capricho colonial mexicano y empezó a sentir pasos en la azotea con el ejército prusiano de Bismarck, que acabaría por aniquilar por completo a los galos en 1870. Napoleón dejó solito a Maximiliano. Su mujer Carlota, desesperada, viajó a París a exigirle que cumpliera con su promesa de dejar las tropas en México. Napoleón la mandó al carajo y entonces fue con el Papa, que también le dio avión, así que a Mamá Carlota se le botó la canica y permaneció desquiciada hasta su muerte, en 1927. Maximiliano, solito y su alma, pensó en embarcarse de regreso a su tierra, pero su austriaca madre Sofía, le dijo que no fuera maricón y que aguantara como los hombrecitos el embate del ejército liberal. Los únicos que le entraron al quite a defender al buen Max, fueron los conservadores de Miguel Miramón, Tomás Mejía y Leonardo Márquez. El gran triunfo de Mariano Escobedo en Querétaro el 15 de mayo de 1867, no fue contra un ejército extranjero, sino contra una diezmada tropa de mexicanos mojigatos que creían en los privilegios de la iglesia católica.
La historia del Cerro de las Campanas todos la conocemos.
De cualquier manera, yo de niño solía festejar con todo el 5 de mayo.
Resulta que estudié la primaria y media secundaria en un colegio que se pretendía franchute, el Liceo Anglo Francés de Monterrey, del que fui generación fundadora en septiembre de 1981. Un colegio mal planeado que pretendió venderle a los regios burgueses la hermosa idea de que sus hijitos hablaran francés como principitos. Y para darse caché, llenaron el colegio de puros maestros franceses que ni siquiera eran pedagogos o educadores, sino viles aventureros. Cuanto francés vivía en Monterrey, fue a caer ahí. Me acuerdo de una maestra haitiana, Adeline y de Claude, un explorador de cuevas. Comos los maestros franceses eran muy estrictos y siempre me reprobaban (pregúntenme qué carajos se de francés actualmente) la rigurosa celebración escolar del 5 de mayo era mi única forma de desquitarme y restregarles el triunfo de México en la cara.