La ciudad es un estado de ánimo
En el blog de www.septimosentido.blogspot.com/, leo que su autora se ha ido a vivir al DF iniciar una nueva vida. Irse del Norte de Sonora a la mismísima Gran Tenochtitlán es algo más que una odisea. Leer su blog me ha hecho revivir algunos añejos recuerdos. Recuerdo el triste mes de diciembre de 1988, concretamente la noche del 16, cuando me marché de Monterrey para ir a vivir en la capital de la República. Casi cuatro años de mi vida pasé viviendo en esa ciudad. Al principio la idea me parecía simplemente insoportable. Para un adolescente de 14 años que ha pasado toda la vida en el mismo colegio, un año de cambios radicales como fue el 88 acaba por erosionarle la personalidad. Confieso que como buen regio, tenía demasiados prejuicios hacia los chilangos y su ciudad. Su acento me resultaba repugnante, propio de películas como el Milusos y los veía como una pandilla de incurables ladrones en los que por ningún motivo se podía confiar. Durante casi todo mi primer año en el DF anhelé el retorno a Monterrey más que cualquier otra cosa en la vida. Bastaba cualquier pretexto para que me fuera por largos periodos a la Sultana del Norte. Pese a que vivíamos en una preciosa casa en la colonia La Herradura, el aire de la capital me sentaba pésimo, me daba mucha tos, extrañaba el calor regio (sí, aunque usted no lo crea) y renegaba del calor y las distancias. Pero eso sólo fue el primer año. Pese a que tuve muchos y muy diversos grupos de compañeros de correrías, poco a poco fui conociendo a los que de verdad serían amigos en todo el sentido de la palabra, de esos que cuentas con los dedos de una sola mano: Rodolfo Cruz, Carlos Macías, Salvador Adame, Gabriela Menéndez, todos ellos mis hermanos. Nunca antes había tenido amigos tan entrañables. Más tarde me hice novio de Carime Jure, una mujer que en verdad me encantaba y mi vida fue feliz. Poco a poco, me fui adaptando a la vida de la capital y hasta mi acento era ya cantadito. Mi vida se volvió alegre, divertida. El DF estaba lleno de reventones, de vicios suculentos, de tocadas metaleras y las morras eran mucho más abiertas y tolerantes que en Monterrey. Admito que fui feliz y dejé de extrañar mi tierra natal. En la Primavera de 1991, casi por compromiso, hice un viaje a la Isla del Padre con mis amigos regios, los que habían sido mis compañeros desde la primaria. El desencuentro fue espantoso. Al verlos me costó trabajo creer que yo crecí a su lado en la infancia. Todos ellos me resultaron una odiosa pandilla de provincianos, mojigatos, acartonados incapaces de disfrutar la vida. Yo me había convertido en un chilango y si en se momento me hubieran dado a escoger vivir el resto de mi vida en esa ciudad, lo hubiera aceptado sin dudarlo. Yo amaba la Ciudad de México. Pero entonces sobrevino la tragedia. En agosto de 1992 regresamos a Monterrey. El retorno a la patria chica fue mucho peor, mucho más aborrecible que la emigración cuatro años antes. El calor me pareció insoportable, simplemente inhumano. ¿Cómo carajos había podido crecer yo en semejante infierno? Mis paisanos regios me parecían insoportablemente pueblerinos, pretenciosos, persignados, como viles ricos de rancho. Caí en una depresión e hice todo lo posible para volver al DF. Cada que tenía un poco de tiempo y dinero (o aún sin dinero o sin tiempo) me iba al DF, a veces por largas temporadas de meses que pasaba en casa de mis amigos. Incluso me inscribí al examen de la UNAM con la intención de estudiar Historia. Algunos amigos me ofrecieron vivir en su casa. Pero la falta de apoyo y de dinero me hicieron cancelar mi proyecto. Con todo el coraje del mundo tuve que quedarme en Monterrey y solamente por no estar desocupado, me metí a estudiar derecho. Y sucedió que me adapté. Nuevamente fui feliz en mi tierra. Cada vez iba menos de viaje al DF y cada vez extrañaba menos esa ciudad. Hasta que en 1999, concreté un nuevo éxodo.
Hoy en día no vivo ni en México ni en Monterrey, sino en Tijuana, una ciudad con vialidades de rancho atiborradas de carros prehistóricos que deben burlar un millón de baches, con un sistema de transporte de quinta categoría, en donde en un solo mes matan a 54 tipos (me quedé corto con los 51 que escribí ayer) y que por si fuera poco, no tiene equipo de futbol (bajo mis criterios, carecer de equipo de futbol en una ciudad equivale a uno de los máximos niveles de subdesarrollo) Sí, en teoría aquí carecemos de muchas de las comodidades y atracciones que se tienen en el DF y en Monterrey y sin embargo no cambiaría a Tijuana por el DF o por Monterrey. En verdad, considero que se vive mejor en Tijuana que en cualquier otra ciudad donde haya vivido antes. ¿Serán mis circunstancias personales? ¿Será que cada quien habla como le va en la feria? No lo se. Lo cierto es que desde enero de 1997 no piso el DF y no extraño en lo más mínimo a la ciudad. Añoro a mis amigos, es cierto, pero puedo morirme tranquilamente sin volver a la Gran Tenochtitlán. Tampoco añoro Monterrey. Añoro a mi familia, pero no a la ciudad. En lo absoluto.
He llegado a pensar que la ciudad donde uno vive es en realidad un estado mental. Uno no ama u odia las calles, edificios y plazas de un sitio, sino los sentimientos con los que las recorre. Uno puede ser inmensamente desdichado en París y hasta creo que se puede ser feliz en Mexicali. Más que un espacio concreto, la ciudad es un estado de ánimo.
En el blog de www.septimosentido.blogspot.com/, leo que su autora se ha ido a vivir al DF iniciar una nueva vida. Irse del Norte de Sonora a la mismísima Gran Tenochtitlán es algo más que una odisea. Leer su blog me ha hecho revivir algunos añejos recuerdos. Recuerdo el triste mes de diciembre de 1988, concretamente la noche del 16, cuando me marché de Monterrey para ir a vivir en la capital de la República. Casi cuatro años de mi vida pasé viviendo en esa ciudad. Al principio la idea me parecía simplemente insoportable. Para un adolescente de 14 años que ha pasado toda la vida en el mismo colegio, un año de cambios radicales como fue el 88 acaba por erosionarle la personalidad. Confieso que como buen regio, tenía demasiados prejuicios hacia los chilangos y su ciudad. Su acento me resultaba repugnante, propio de películas como el Milusos y los veía como una pandilla de incurables ladrones en los que por ningún motivo se podía confiar. Durante casi todo mi primer año en el DF anhelé el retorno a Monterrey más que cualquier otra cosa en la vida. Bastaba cualquier pretexto para que me fuera por largos periodos a la Sultana del Norte. Pese a que vivíamos en una preciosa casa en la colonia La Herradura, el aire de la capital me sentaba pésimo, me daba mucha tos, extrañaba el calor regio (sí, aunque usted no lo crea) y renegaba del calor y las distancias. Pero eso sólo fue el primer año. Pese a que tuve muchos y muy diversos grupos de compañeros de correrías, poco a poco fui conociendo a los que de verdad serían amigos en todo el sentido de la palabra, de esos que cuentas con los dedos de una sola mano: Rodolfo Cruz, Carlos Macías, Salvador Adame, Gabriela Menéndez, todos ellos mis hermanos. Nunca antes había tenido amigos tan entrañables. Más tarde me hice novio de Carime Jure, una mujer que en verdad me encantaba y mi vida fue feliz. Poco a poco, me fui adaptando a la vida de la capital y hasta mi acento era ya cantadito. Mi vida se volvió alegre, divertida. El DF estaba lleno de reventones, de vicios suculentos, de tocadas metaleras y las morras eran mucho más abiertas y tolerantes que en Monterrey. Admito que fui feliz y dejé de extrañar mi tierra natal. En la Primavera de 1991, casi por compromiso, hice un viaje a la Isla del Padre con mis amigos regios, los que habían sido mis compañeros desde la primaria. El desencuentro fue espantoso. Al verlos me costó trabajo creer que yo crecí a su lado en la infancia. Todos ellos me resultaron una odiosa pandilla de provincianos, mojigatos, acartonados incapaces de disfrutar la vida. Yo me había convertido en un chilango y si en se momento me hubieran dado a escoger vivir el resto de mi vida en esa ciudad, lo hubiera aceptado sin dudarlo. Yo amaba la Ciudad de México. Pero entonces sobrevino la tragedia. En agosto de 1992 regresamos a Monterrey. El retorno a la patria chica fue mucho peor, mucho más aborrecible que la emigración cuatro años antes. El calor me pareció insoportable, simplemente inhumano. ¿Cómo carajos había podido crecer yo en semejante infierno? Mis paisanos regios me parecían insoportablemente pueblerinos, pretenciosos, persignados, como viles ricos de rancho. Caí en una depresión e hice todo lo posible para volver al DF. Cada que tenía un poco de tiempo y dinero (o aún sin dinero o sin tiempo) me iba al DF, a veces por largas temporadas de meses que pasaba en casa de mis amigos. Incluso me inscribí al examen de la UNAM con la intención de estudiar Historia. Algunos amigos me ofrecieron vivir en su casa. Pero la falta de apoyo y de dinero me hicieron cancelar mi proyecto. Con todo el coraje del mundo tuve que quedarme en Monterrey y solamente por no estar desocupado, me metí a estudiar derecho. Y sucedió que me adapté. Nuevamente fui feliz en mi tierra. Cada vez iba menos de viaje al DF y cada vez extrañaba menos esa ciudad. Hasta que en 1999, concreté un nuevo éxodo.
Hoy en día no vivo ni en México ni en Monterrey, sino en Tijuana, una ciudad con vialidades de rancho atiborradas de carros prehistóricos que deben burlar un millón de baches, con un sistema de transporte de quinta categoría, en donde en un solo mes matan a 54 tipos (me quedé corto con los 51 que escribí ayer) y que por si fuera poco, no tiene equipo de futbol (bajo mis criterios, carecer de equipo de futbol en una ciudad equivale a uno de los máximos niveles de subdesarrollo) Sí, en teoría aquí carecemos de muchas de las comodidades y atracciones que se tienen en el DF y en Monterrey y sin embargo no cambiaría a Tijuana por el DF o por Monterrey. En verdad, considero que se vive mejor en Tijuana que en cualquier otra ciudad donde haya vivido antes. ¿Serán mis circunstancias personales? ¿Será que cada quien habla como le va en la feria? No lo se. Lo cierto es que desde enero de 1997 no piso el DF y no extraño en lo más mínimo a la ciudad. Añoro a mis amigos, es cierto, pero puedo morirme tranquilamente sin volver a la Gran Tenochtitlán. Tampoco añoro Monterrey. Añoro a mi familia, pero no a la ciudad. En lo absoluto.
He llegado a pensar que la ciudad donde uno vive es en realidad un estado mental. Uno no ama u odia las calles, edificios y plazas de un sitio, sino los sentimientos con los que las recorre. Uno puede ser inmensamente desdichado en París y hasta creo que se puede ser feliz en Mexicali. Más que un espacio concreto, la ciudad es un estado de ánimo.