La independencia del texto
Una de las mayores enseñanzas que me lleve del taller de mi maestro Rafael Ramírez Heredia, fue la de callarme el hocico cuando un texto mío es criticado.
Lo primero que te enseñaba Ramírez es que tú no podías entrar a defender lo que escribiste. Eso me ha quedado siempre muy claro y lo respeto al píe de la letra.
Aún cuando algún miembro del taller destrozaba públicamente tu texto con comentarios estúpidos que delataban que no había entendido un carajo, tú debías guardar silencio y aguantar.
¿Por qué? Sencillamente porque el texto ya no es tuyo, ya lo leíste, ya lo soltaste, te ha dejado de pertenecer.
Ponerte a defenderlo te haría ver como una mamá cuervo que sale a defender a su bebé en las peleas callejeras de secundaria. El muchacho ya es independiente, vuela con sus propias alas. Así debes ver a los textos.
Hasta la interpretación o lectura más estúpida es válida. El lector no tiene por qué leer lo que tú le quisiste decir. Si tuviera que aplicar la máxima zapatista de la tierra es de quien la trabaja, diría que el texto es de quien lo lee. Nunca de quien lo escribe.
Mi creencia en la independencia del texto es algo más que una metáfora. En efecto, creo que un texto es y debe ser libre de su autor. El texto le pertenece al lector.
Yo sí le creo a Borges cuando dice que el Quijote se vuelve a escribir cada vez que un lector lo toma en sus manos.
Las posibilidades de un texto pueden superar con creces la intención del autor. El Quijote mismo es un gran ejemplo. Para Cervantes era una deliciosa sátira sobre los burgueses aficionados a la novela caballeresca, pero tal vez jamás tuvo la intención de hacer de su historia un manantial infinito de enseñanzas filosóficas y sociales.
Empezando por lo más básico, diré que un texto le pertenece al lector desde el momento en que a cada uno le evoca imágenes diferentes.
A ver ¿Cómo se imaginan ustedes a Dulcinea? ¿O a La Maga? ¿O a Emma Bovary? ¿Coincide su imagen con la que concibieron Cervantes, Cortázar y Flaubert? Sí, digamos que te apegas a su descripción, pero tú le pones el rostro que tú quieres y ningún rostro es igual a otro. ¿Cómo nos imaginamos a Gregorio Samsa? ¿Como una tropical cucaracha de costa mexicana o como un escarabajo pelotero? ¿Cómo era la habitación petersburguesa donde Raskolnikov vive torturado por los demonios de la culpa? ¿Cómo son los ojos de la fantasmal Aura? ¿De qué color son las paredes de la habitación donde Borges encuentra el Aleph? O, para no ir más lejos ¿Cómo chingados te imaginas el Aleph? Eso le pertenece a cada lector. Ya no digamos la sensación que provoca la obra, las evocaciones que trae consigo, los pasajes de tu vida que te hace recordar, las fibras sensibles que te toca. Eso no lo gobierna ni lo gobernará el autor. Si tú deseaste escribir una novela tétrica, deprimente, oscura y resulta que un lector la encontró tan simpática como una historia de Chespirito, no podemos decir que esté equivocado. También tienes derecho a tomar con solemnidad las comilonas del gigante Pantagruel o a imaginarte a Ti Noel con cara de blanco. El libro es tuyo. Te gastaste una lana en comprarlo o te tomaste el riesgo de robarlo o de convencer a tu amigo de que lo prestara. Luego entonces, eres libre de interpretarlo, entenderlo, gozarlo o detestarlo como te de la regalada gana. El autor no podrá venir a regañarte por ello y a decirte: disculpa, pero creo que me estás malinterpretando, yo no quise decir eso cuando lo escribí. Cállese el hocico autor. ¿Para qué lo escribía entonces? Yo soy el lector, yo mando y usted a callar.
Una de las mayores enseñanzas que me lleve del taller de mi maestro Rafael Ramírez Heredia, fue la de callarme el hocico cuando un texto mío es criticado.
Lo primero que te enseñaba Ramírez es que tú no podías entrar a defender lo que escribiste. Eso me ha quedado siempre muy claro y lo respeto al píe de la letra.
Aún cuando algún miembro del taller destrozaba públicamente tu texto con comentarios estúpidos que delataban que no había entendido un carajo, tú debías guardar silencio y aguantar.
¿Por qué? Sencillamente porque el texto ya no es tuyo, ya lo leíste, ya lo soltaste, te ha dejado de pertenecer.
Ponerte a defenderlo te haría ver como una mamá cuervo que sale a defender a su bebé en las peleas callejeras de secundaria. El muchacho ya es independiente, vuela con sus propias alas. Así debes ver a los textos.
Hasta la interpretación o lectura más estúpida es válida. El lector no tiene por qué leer lo que tú le quisiste decir. Si tuviera que aplicar la máxima zapatista de la tierra es de quien la trabaja, diría que el texto es de quien lo lee. Nunca de quien lo escribe.
Mi creencia en la independencia del texto es algo más que una metáfora. En efecto, creo que un texto es y debe ser libre de su autor. El texto le pertenece al lector.
Yo sí le creo a Borges cuando dice que el Quijote se vuelve a escribir cada vez que un lector lo toma en sus manos.
Las posibilidades de un texto pueden superar con creces la intención del autor. El Quijote mismo es un gran ejemplo. Para Cervantes era una deliciosa sátira sobre los burgueses aficionados a la novela caballeresca, pero tal vez jamás tuvo la intención de hacer de su historia un manantial infinito de enseñanzas filosóficas y sociales.
Empezando por lo más básico, diré que un texto le pertenece al lector desde el momento en que a cada uno le evoca imágenes diferentes.
A ver ¿Cómo se imaginan ustedes a Dulcinea? ¿O a La Maga? ¿O a Emma Bovary? ¿Coincide su imagen con la que concibieron Cervantes, Cortázar y Flaubert? Sí, digamos que te apegas a su descripción, pero tú le pones el rostro que tú quieres y ningún rostro es igual a otro. ¿Cómo nos imaginamos a Gregorio Samsa? ¿Como una tropical cucaracha de costa mexicana o como un escarabajo pelotero? ¿Cómo era la habitación petersburguesa donde Raskolnikov vive torturado por los demonios de la culpa? ¿Cómo son los ojos de la fantasmal Aura? ¿De qué color son las paredes de la habitación donde Borges encuentra el Aleph? O, para no ir más lejos ¿Cómo chingados te imaginas el Aleph? Eso le pertenece a cada lector. Ya no digamos la sensación que provoca la obra, las evocaciones que trae consigo, los pasajes de tu vida que te hace recordar, las fibras sensibles que te toca. Eso no lo gobierna ni lo gobernará el autor. Si tú deseaste escribir una novela tétrica, deprimente, oscura y resulta que un lector la encontró tan simpática como una historia de Chespirito, no podemos decir que esté equivocado. También tienes derecho a tomar con solemnidad las comilonas del gigante Pantagruel o a imaginarte a Ti Noel con cara de blanco. El libro es tuyo. Te gastaste una lana en comprarlo o te tomaste el riesgo de robarlo o de convencer a tu amigo de que lo prestara. Luego entonces, eres libre de interpretarlo, entenderlo, gozarlo o detestarlo como te de la regalada gana. El autor no podrá venir a regañarte por ello y a decirte: disculpa, pero creo que me estás malinterpretando, yo no quise decir eso cuando lo escribí. Cállese el hocico autor. ¿Para qué lo escribía entonces? Yo soy el lector, yo mando y usted a callar.