Eterno Retorno

Wednesday, August 06, 2003

Son las siete y media de la tarde. Atilio ha conseguido unos troncos y luego de media hora de combatir contra el terco viento, ha logrado encender la fogata. Sobre la tapa de lámina están colocados nueve choros y dos langostinos que crujen al contacto con el fuego. “Los choritos son como chicharrones. Truenan bien sabroso cuando los masticas”. Crack, crack, crack. Los choros se rompen entre los dientes amarillos de Atilio. Solo hasta entonces da el primer trago a su botellita de aguardiente Viva Villa. Todavía le queda un cuartito, suficiente para pasar la noche sin frío. El rudo alcohol se diluye en sus entrañas y siente un calor en el pecho, que contrasta con el viento helado. El atardecer es claro. A lo lejos se distinguen los edificios de la bahía de San Diego que empiezan a encender sus luces. Ahí está, al alcance de sus ojos ese otro lado en busca del cual un día subió a un camión de redilas solo para venir a encontrar el mar.
Atilio no sabe que hace dos meses, por esas mismas aguas, navegaron los barcos estadounidenses que fueron a pelear al Medio Oriente. Tampoco imagina como serán las vidas de quienes viven allá en esos alumbrados edificios, tan inalcanzables como los peces que andan allá donde solo llegan los delfines y las lanchas. Mucho menos creería que tal vez en unas cuantas semanas los trabajadores de la Marathon empezarán a levantar el muelle y echarán su tenderete al suelo. Lo único que sabe, mientras saborea el primero de los dos langostinos que cenará esta noche, es que la comida de ese mar es deliciosa. El sol ya se ha puesto y los últimos rayos de luz se diluyen en el agua. Atilio da un trago a su aguardiente mientras se pregunta que habrá más allá del horizonte. -