De insomnios, íncubos y nocturnos desvaríos al sonar de un Pacífico furioso. Cuando el sueño no acude a sentarse a la mesa, su lugar reservado lo ocupan cheneques absurdos y rojos demonios de mil pasados.
Cuando Tijuana finge dormir y sus infinitos monstruos pasean sonámbulos, solo pienso en el destino de esta encarnación playera: Caracol, caracolito ¿Tu también traes el rugir del Mar en tus entrañas?
El silencio es snob o el silencio es sexi, diría por ahí algún mítico e impronunciable grupo alemán. Las palabras arriban, tímidas o desafiantes, austeras o engalanadas a someterse a los dictatoriales designios de una pluma azul que no acaba de creer en si misma. Es entonces cuando afilo uñas y dientes para ver si por ventura puedo acaso aferrarme a los tentáculos de este instante para concluir en que esta vida adulta nuestra, con sabor a un Concha y Toro sin cuerpo y un Montecristo demasiado chupado, se va deslizando entre sueños que ya no son ni el remedo de si mismos. Sí, me puede brotar la vocación del arqueólogo y tratar de ver si fui yo mismo quien escribió la respuesta hace algunos años, solo para caer en la cuenta de que la niebla del mito acompaña a todo episodio pasado.
La edad lírica, el festín en el idilio, la vida está en otra parte. Milan sabe bien de lo que hablo, aunque la mía vida vine a encontrarla en este sillón, mirando al Este de espaldas al Pacífico.
El aroma de la transgresión, era la peste a orines que otra vez lo inundaba en el asiento trasero de un camión.
El odio es un cuerpo eterno, un fantasma de hierro que se infiltra en las venas y después se diluye en cada molécula de la sangre- El odio es una sombra dormida sobre la tumba de nuestra espalda, una soga atada para siempre a nuestro cuello.
Un día la sombra abre sus ojos y afila los dientes. Una noche cualquiera la soga nos asfixia.
El odio está ahí, es uno solo. No se crea ni se destruye y acaso ni siquiera se transforme. Tiene el don de la omnipresencia y navega en nuestro rostro patinando sobre gotas de ácido sudor.
El odio es pésima musa, cruel compañero de cama.
Llovía y las calles eran las espaldas de un reptil ensangrentado. Bebíamos, inciertos potajes en litros de cinco pesos y cervezas anteriores al error de diciembre. Escuchábamos el mismo grito y lamento que ha perpetuado el impulso suicida de los últimos años. Amábamos y acabamos siendo polvo en la carne del olvido. Odiábamos, pero la navaja que brotó de nuestros ojos jamás fue afilada ni desgarró piel alguna. Y hablamos muchas veces de huída, traición y supervivencia en lodos extranjeros. También de existencias compartidas aferradas a la ubre del salario mínimo. Platicamos muchas veces de orgía y suicidio, pero todo quedó en medio derrape en el asfalto mojado de Constitución y un apurado episodio de tímida sodomía. Hicimos y al final, me parece hoy en día, que ya no me acuerdo de nada.
Solo hasta ahora caigo en la cuenta que acaso admirabas mi habilidad para destapar con el cinturón de seguridad las botellas de Carta Blanca. Francamente, creo que es para lo único que yo servía en ese entonces. Pudiste haberme convertido en conductor infernal, pero al final acabé asustado. Mi último vuelo fue aquella odisea, cuando te llevé de Avenida Santa Bárbara a tu casa mientras tu ibas en el asiento trasero enseñándole al mundo las tetas y blasfemando contra la vida. El último gran idilio de alcohólicos. Y sí, sigo recordando tu diabólica habilidad para manejar, al mismo tiempo y con igual maestría, la palanca de cambios y mi pene. Con algo de brusquedad, es cierto, pero ese fue el primer proverbio que tuviste a bien recitarme: El placer más intolerable, es el producido por la prolongación de dolor más intenso. ¿Era así o al revés? Muchas cosas las he olvidado, excepto, claro está, el par de Doctor Marteens que siguen tatuando asfaltos.
Cuando Tijuana finge dormir y sus infinitos monstruos pasean sonámbulos, solo pienso en el destino de esta encarnación playera: Caracol, caracolito ¿Tu también traes el rugir del Mar en tus entrañas?
El silencio es snob o el silencio es sexi, diría por ahí algún mítico e impronunciable grupo alemán. Las palabras arriban, tímidas o desafiantes, austeras o engalanadas a someterse a los dictatoriales designios de una pluma azul que no acaba de creer en si misma. Es entonces cuando afilo uñas y dientes para ver si por ventura puedo acaso aferrarme a los tentáculos de este instante para concluir en que esta vida adulta nuestra, con sabor a un Concha y Toro sin cuerpo y un Montecristo demasiado chupado, se va deslizando entre sueños que ya no son ni el remedo de si mismos. Sí, me puede brotar la vocación del arqueólogo y tratar de ver si fui yo mismo quien escribió la respuesta hace algunos años, solo para caer en la cuenta de que la niebla del mito acompaña a todo episodio pasado.
La edad lírica, el festín en el idilio, la vida está en otra parte. Milan sabe bien de lo que hablo, aunque la mía vida vine a encontrarla en este sillón, mirando al Este de espaldas al Pacífico.
El aroma de la transgresión, era la peste a orines que otra vez lo inundaba en el asiento trasero de un camión.
El odio es un cuerpo eterno, un fantasma de hierro que se infiltra en las venas y después se diluye en cada molécula de la sangre- El odio es una sombra dormida sobre la tumba de nuestra espalda, una soga atada para siempre a nuestro cuello.
Un día la sombra abre sus ojos y afila los dientes. Una noche cualquiera la soga nos asfixia.
El odio está ahí, es uno solo. No se crea ni se destruye y acaso ni siquiera se transforme. Tiene el don de la omnipresencia y navega en nuestro rostro patinando sobre gotas de ácido sudor.
El odio es pésima musa, cruel compañero de cama.
Llovía y las calles eran las espaldas de un reptil ensangrentado. Bebíamos, inciertos potajes en litros de cinco pesos y cervezas anteriores al error de diciembre. Escuchábamos el mismo grito y lamento que ha perpetuado el impulso suicida de los últimos años. Amábamos y acabamos siendo polvo en la carne del olvido. Odiábamos, pero la navaja que brotó de nuestros ojos jamás fue afilada ni desgarró piel alguna. Y hablamos muchas veces de huída, traición y supervivencia en lodos extranjeros. También de existencias compartidas aferradas a la ubre del salario mínimo. Platicamos muchas veces de orgía y suicidio, pero todo quedó en medio derrape en el asfalto mojado de Constitución y un apurado episodio de tímida sodomía. Hicimos y al final, me parece hoy en día, que ya no me acuerdo de nada.
Solo hasta ahora caigo en la cuenta que acaso admirabas mi habilidad para destapar con el cinturón de seguridad las botellas de Carta Blanca. Francamente, creo que es para lo único que yo servía en ese entonces. Pudiste haberme convertido en conductor infernal, pero al final acabé asustado. Mi último vuelo fue aquella odisea, cuando te llevé de Avenida Santa Bárbara a tu casa mientras tu ibas en el asiento trasero enseñándole al mundo las tetas y blasfemando contra la vida. El último gran idilio de alcohólicos. Y sí, sigo recordando tu diabólica habilidad para manejar, al mismo tiempo y con igual maestría, la palanca de cambios y mi pene. Con algo de brusquedad, es cierto, pero ese fue el primer proverbio que tuviste a bien recitarme: El placer más intolerable, es el producido por la prolongación de dolor más intenso. ¿Era así o al revés? Muchas cosas las he olvidado, excepto, claro está, el par de Doctor Marteens que siguen tatuando asfaltos.