una velita bajo el diluvio, un puño de ceniza en el ciclón.
La
de estos días es una fiesta ancestral que sobrevive a través de los siglos. Del
Día de Muertos del noveno mes del calendario solar mexica en comunión con el
Todos los Santos católico, al Samhain de los celtas que marcaba el fin del
verano en la tradición gaélica o el All Hollows Eve, que en nuestra fronteriza
cultura hemos adaptado en el infantil Halloween. De la Mictecazíhuatl de la
noche azteca a la simpática y engalanada
Catrina de Posada que adorna nuestras rimadas calaveras de las que nadie se
salva este día. Nuestra vida es frágil como una
capa de hielo a punto de derretirse, una velita bajo el diluvio, un puño
de ceniza en el ciclón.
La
Muerte es una compañera fiel que en todo momento camina a nuestro lado y está
ahí, como guardiana omnipresente, todos los días de nuestra efímera vida hasta
el momento inevitable en que nos toca el hombro.
Cuando
uno repara en la omnipresencia de su Muerte, no puede menos que amar la vida,
pero sin aferrarse a ella, sabiendo que la fascinación de cada día, de cada
instante yace en su improbabilidad, en su fugacidad, en su misterio infinito.
Un
día para pensar en nuestra esencia efímera, en nuestra condición de juguetes de
un canijo destino o una aleatoriedad bromista, nuestra condición de llamas en la tormenta, de castillos de arena frente a
la marea alta.
La
Muerte, que entre carcajadas y versos celebra con nosotros, haciéndonos ver que
la solemnidad y la soberbia están de más en este mundo, que el mejor bálsamo
para seres tan efímeros es la risa, la
humildad, el amor a quienes nos rodean y
el recuerdo de quienes ya no están. La Muerte, que adornada por las flores de
la luz, nos enseña a maximizar cada instante, a vivir a plenitud cada día
andado a lo largo de este breve camino.