la imposibilidad de pergeñar una apertura digna
Como siempre, estás batallando horrores con la primera frase, paralizado frente a la imposibilidad de pergeñar una apertura digna. Tú mismo te has hecho el harakiri al confesar públicamente tu obsesión con el párrafo inicial y ahora estás pagando las consecuencias.
En talleres, charlas y entrevistas sueles
machacar como un mantra la importancia de tirarse a matar en la elección de las
primeras palabras. Es ahí donde se define el éxito o el fracaso de tu texto. Sucede
muy a menudo que un cuento o novela cuyo arranque es prometedor, acabe
naufragando antes de llegar a la mitad, pero es casi imposible verlo levantarse
después de un arranque fallido. Lo que empieza bien a veces termina mal, pero
lo que empieza mal irremediablemente termina peor.
Así las cosas, tu enfermiza clavazón con
los arranques ha acabado por amarrarte las manos y tus cuadernos y archivos de
Word son el equivalente al basurero de una clínica abortista, infestado de
embriones narrativos muertos, criaturas literarias desechadas prematuramente al
darte cuenta que de llegar a término la gestación escritural, arrojarías un
libro deforme, contrahecho, discapacitado, condenado a dar lástimas y si hay
algo que intesta este mundo (aparte de
las moscas y los pendejos) es la mala literatura.
Tu única certidumbre es que la humanidad no
necesita más bodrios narrativos y tú no quieres contribuir con la estadística.
Sin duda en algún libro de récords existe algún dato tan alucinado como
alarmante sobre el número de bazofias literarias que pueblan el planeta, algo
así como “cada tres segundos un escritor
pone punto final a una novela malísima” o “durante el tiempo que tardarás en
leer este párrafo, las imprentas habrán escupido once libros patéticos cuyos
autores consideran que son geniales”.