El supersticioso ateo embrujado
Aquello se había vuelto incluso
psicosomático: cuando estaba frente al teclado tratando de pergeñar una siempre
rejega primera frase, Ánimas era invadido por un sopor que pesaba como piedra.
Era incluso como estar habitado por un ente externo, una suerte de posesión que
tornara su cuerpo pesado, pesadísimo e hiciera impostergable la necesidad de
acostarse y cerrar los ojos. Era una reacción casi automática al siempre
infructuoso intento de crear.
En su calidad de ateo supersticioso y
racionalista ilustrado creyente en las artes de hechicería, Ánimas llegó a
creer en su fuero interno que estaba embrujado. Tal vez el dios en el que decía
no creer lo había castigado por su soberbia, pues en algún momento llegó a
perder piso y a creer que podía ganar premios literarios a voluntad. Tampoco
era descartable algún trabajo de magia negra producto de las malas voluntades y
las envidias, que en el gremio de los literatos siempre han sobrado. Algunas veces llegó a estar seguro de que
alguno de los tantos malqueridos del oficio había hecho un muñeco vudú con su
figura y lo había llenado de alfileres condenándolo a experimentar un cansancio
devastador cada que intentaba sentarse frente al teclado con afán de engendrar un embrión literario. Si alguna curandera le hubiera hablado de
hacerse una limpia o practicar un exorcismo, Ánimas lo habría creído de buena
gana, pues estaba seguro de que esa crónica modorra debía obedecer a una causa
externa.
Al supuesto embrujo hay que sumar las mil y
una salidas por la tangente que Ánimas tenía a la mano en su cotidiano y
predecible ritual de procrastinar.