La primera frase
Ánimas parecía haberse echado a cuestas una maldición al obsesionarse con la absoluta trascendencia de las frases de apertura. Bajo su criterio, el destino de un cuento o novela se jugaba entero y sin cortapisas en la primera frase. Era absolutamente imposible llevar a buen puerto una narración si sus primeras palabras eran sosas o fallidas. En los talleres literarios que impartió y en los no pocos decálogos escriturales que improvisó, machacaba la importancia de tirarse a matar en el párrafo inicial. Era la única manera de agarrar del cuello al distraído juez de un concurso literario o al saturado coeditor de algún sello. Semejante obsesión daba como resultado que a menudo Ánimas se pasara horas y horas improvisando frases que a menudo acababa odiando. Después de un largo rato de intentar sin éxito dar con las palabras precisas e insustituibles que seducirían a un hipotético jurado, Ánimas se sentía como si hubiera subido corriendo a la cima de un cerro e irremediablemente tiraba la toalla.