Cuando la neblina es ama y señora de los atardeceres, los doce pisos de ladrillo desnudo son un espectro diluido en el gris de noviembre, una sombra difusa, apenas una intuición. Hay tardes en que la niebla lo devora todo. Ante los ojos no hay mar ni horizonte, mucho menos islas. De las olas más furiosas solo queda el retumbar perdido entre el color de los fantasmas. El resto es brisa helada, el abrazo de un Pacífico inodoro, el vacío. Solo el vacío.
Ante la niebla el edificio es sustancia de sueños, una visión que de un momento a otro puede vaporizarse como los miles de dólares de los ilusos que depositaron sus pretensiones de grandeza en esos ladrillos. La tarde oscura al menos concede un espacio a la fabulación, pero el mediodía soleado espeta la ruina con desparpajo. Frente al mar solo hay doce pisos de block y varilla pelada, un esqueleto de piedra carcomida, puro herrumbre salitroso para atrapar los mejores atardeceres de toda la Baja, los crepúsculos del millón de dólares prometidos por Neptuno.
Hubo un tiempo en que todo fluía: las ideas, el dinero, el esperma. Fueron los años en que las carteras perdieron el pudor y el éxito floreció por generación espontánea. A Walterio la vida le sonreía y ni siquiera tuvo que apurarse a obtener su título como licenciado en administración de empresas cuando empezó a firmar sus primeros contratos gordos, los primeros fajos rechonchos que llegaron a su cuenta sin el apoyo de papá, el zar del boom inmobiliario. Los negocios se cerraban solos y las erecciones llegaban naturalitas, sin viagras de por medio. Hasta la caspa del diablo parecía un talco suavecito en las fosas nasales y los tragos de whisky no llegaban con gastritis incluida. Sus tarjetas de bancos estadounidenses con cifras de cinco ceros le servían para cortar y marcar las rayas sobre un espejito que emergía de un pequeño estuche de cuero al iniciar la noche.
Wednesday, April 15, 2015
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