Lanata, Caparrós: tiempo de epílogos
Despido el 24 leyendo
el libro más triste que ha escrito Martín Caparrós, su obra casi póstuma,
creada desde una silla de ruedas con plena y angustiante consciencia de que
cada párrafo podía ser el último. Martín padece esclerosis lateral amiotrófica.
Hace tiempo ya que perdió la movilidad, pero contra todo pronóstico tuvo
fuerzas para teclear una obra de 664 páginas llamada Antes que nada. Sin resquicio
de autocompasión, Martin narra el avance de su enfermedad y de forma paralela se
sube a la máquina del tiempo y viaja al pasado para contarnos su vida o lo que
de ella cree recordar, lo cual siempre es un ejercicio de ficción, pues la
memoria es una fabuladora por excelencia y nuestra autobiografía será siempre literatura
fantástica. En cualquier caso, aun desde la cárcel de la esclerosis, Caparrós es
un prosista sublime aferrado a la palabra como la última tabla de flotación
frente al irremediable naufragio. Sabe que pronto perderá el habla y la
capacidad de tomar agua, pero mientras a la flor de la escritura le quede un
pétalo por deshojar Martín se aferrará a ella. Mientras leo a Martín Caparrós
me entero de la predecible muerte de Jorge Lanata, alguien que llevaba varios
años viviendo horas extra. Perdonen ustedes, pero en este caso la odiosa
comparación y el paralelismo son inevitables. Dos periodistas argentinos
generacionalmente contemporáneos (Caparrós nació en 1957 y Lanata en 1960) que
además se mantuvieron como amigos hasta el último momento, compartiendo involuntariamente sus paralelas y
lacerantes agonías. Ambos en su momento fueron para mí una suerte de tótems o
gurús periodísticos, la imagen contemporánea más elevada que podía ofrecer el
oficio. Martín como la más alta expresión del periodismo hecho arte y Jorge
como la más alta expresión del periodismo hecho cuchillo. Periodista bardo y
periodista espadachín. Maratonista de largo aliento y corredor de cien metros
planos. Acaso podría darme a la tarea de crear estirpes y árboles genealógicos.
Espadachines fueron Julio Scherer, Jesús Blancornelas o Javier Valdez. Bardos
fueron Vicente Leñero, Tomás Eloy Martínez o Federico Campbell. Rodolfo Walsh
fue tan buen espadachín como bardo, pero esa es oootra historia. Cuando yo era
un joven reportero admiraba a Lanata, pues a mí manera quería ser un golpeador
de nocaut. Lanata tenía el coraje, la contundencia, el desparpajo y la
irreverencia para poner de rodillas a Menem, De la Rúa o a los Kirchner. Era un
perro de presa. Pero Lanata acabó tragado por su propio personaje. Al
arrodillar al poder se supo poderoso y su propio poder lo destruyó, como un Ícaro
fundido en el sol. Como bien dice mi colega Jaime Muñoz Vargas: murió el mejor
y el peor periodista argentino de los últimos 30 años. Era como si en él
vivieran dos personajes absolutamente voraces, pero Hyde acabó por devorarse
crudo a Jekyll.
Hoy a la distancia y
con la demoledora madurez a cuestas, solo puedo decir que yo elijo el legado de
Caparrós, un verdadero monotrema prosístico, el ornitorrinco absoluto.
Monumentos de época como El Hambre, Ñamérica o Lacrónica son murales periodísticos,
historiográficos, ensayísticos. Caparrós también escribió algunas buenas
novelas, pero su legado mayor, su enseñanza insuperable es como cronista.
Una sola confesión en
su libro casi póstumo, me hace sentir una hermandad: Si algo hice en la vida
fue leer. No se me ocurre ninguna otra actividad que haya hecho tanto, que haga
tanto, escribe Caparrós. Con sus decenas de miles de kilómetros de viajes y sus
infinitas experiencias como reportero, Caparrós fue, ha sido y será ante todo un
lector hasta que la esclerosis lo permita.
Me habría encantado
poder tomar un taller con Caparrós y me hiere saber que ya puedo anotarlo entre
las cosas que nunca hice. Hace un año y medio en Bogotá, yo estaba desayunando
en el hotel sede de la feria cuando vi llegar a Martín Caparrós en su silla de
ruedas. Se detuvo junto a un sillón en el lobby, a unos pocos metros de mí y entonces
tuve ganas de acercarme a él para decirle algo, cualquier cosa: gracias por
todo, has sido una gran influencia en mi camino de vida, eres un chingonazo,
pero no le dije nada y me quedé ahí sentado, sabiendo que sería la única y la
última vez que lo vería en mi vida.
Tiempo de epílogos.
La única buena noticia,
es que aún nos queda Leila Guerriero.