BOSCO EN LAS BOTUKAS
Estás por elegir
una camiseta negra con letras coreanas rosas y dibujos de unos panditas, cuando
de reojo vuelves a mirar las botas y como si una fuerza superior te moviera, te
acercas hasta el aparador donde están colocadas y las tomas en tus manos. Las
figuras del Jardín de las Delicias lucen brillantes, limpiecitas como en una
obra original y te basta palparlas para saber que ahí no hay vestigio de basura
sintética de imitación. Es puro buen cuero y se nota. Son simplemente perfectas, de otro mundo,
oníricas, capaces por sí solas de traer a tu vida algo muy similar a la
felicidad o la plenitud. De pronto te has desentendido por completo de la
camiseta y te has abstraído en la contemplación del Bosco en las botas.
Tocarlas es como un paréntesis en el tiempo, una suspensión en el fluir de
instantes. La chica del mechón púrpura vuelve a dedicarte una mirada.
-¿Buscaba alguna
talla en especial señor? Por ahora estas son las únicas que tenemos de ese
modelo, pero la semana que entra vamos a recibir un pedido.
-
¿Talla? Mmmm, No, o
bueno, sí… solo estaba mirando, pero a lo mejor estas están bien....
La talla. En
realidad ni habías pensado en eso. Ni siquiera tienes muy claro qué número
americano de zapato eres.
Acaso ha llegado
el momento de hacer la pregunta fundamental para descifrar de una vez por todas
el enigma, aunque una parte de ti prefiere prolongar la incertidumbre. Mejor ni
saber cuánto cuestan y mantener la duda para poder seguir alimentando el sueño.
En el momento en que sepas el precio
será como si sobre tu cuerpo cayera una viga o un yunque, pero tu
ensimismamiento es tal, que ahora sí la señorita mechón púrpura ya no te quita
los ojos de encima.
-
Si quiere le puedo
mostrar más modelos, aunque por ahora este es el único artístico.
Supones que no
podrás prolongar indefinidamente la contemplación, que de ti se espera el
siguiente paso: o lo tomas o lo dejas aunque está claro que para ti no existen
dos opciones. Solo existe una y es lo dejas y te chingas, como te has chingado
siempre. Agua y ajo.
Es entonces
cuando con voz muy queda, casi en un murmullo imperceptible emerge de tu boca
la interrogación neurálgica.
-
Di… disculpe, ¿cuá..
cuánto están costando?
-
Solo por este mes
las tenemos en una oferta de 260 dólares.
Intentas
reprimir tu cara de pasmo y derrota. Imaginabas algo elevado, pero tu peor
escenario eran 200 dólares. ¿350? ¿Pero en qué mundo?
Las Doctor Martens eran impagables en tu
adolescencia y siguen siendo impagables
ahorita. Nunca te pudiste dar el lujo de calzar unas. En tu juventud tuviste
que conformarte con unas botas usadas de conscripto que le compraste al hijo de
un sargento. Claro, en aquel entonces las Martens tampoco eran muy variadas.
Casi todas eran negras o si acaso rojas. Lo de los diseños artísticos es
reciente. A tus 16 tu sueño era poder calzar unas Doctor Martens y a tus 54 lo
sigue siendo. La mala noticia es que a ambas edades ha sido un sueño
inalcanzable. De morro nunca tuviste ese dinero junto y en la edad adulta, cuando
has llegado a tenerlo, has tenido que gastarlo en las mil y una prioridades que hay por delante de unas botas en la vida
de un padre de familia que se pretende responsable.
Del alma te
saldría espetar un ordinario “cuestan un ojo de la cara”, pero no has venido
aquí a dar lástimas. La chica no tiene porqué saber que el costo de esas botas
representa para ti casi un mes de sueldo como profesor. Bueno, representaba
porque hoy hasta ese magro ingreso se ha perdido para siempre. Hace cuatro
años, cuando aún cobrabas como promotor de actividades artísticas en el
instituto municipal de cultura, habrías podido soñar con comprártelas después
de un aguinaldo o un mes de cinturón apretadísimo, pero tu etapa como empleado
público acabó el último día del trienio, pues en el nuevo ayuntamiento nada
quisieron saber de renovarte el contrato. Entonces te tuviste que ajustar a tu
sueldito de profe de prepa con las horas cada vez más recortadas. Antes podías
permitirte pasarle un dinerito mensual a tu ex esposa para contribuir con la
manutención de Tina, pero conforme te fueron reduciendo las horas apenas fuiste
capaz de estirar tu bicoca de raya para pagar la renta de tu cuarto, las latas
de atún y la mayonesa que conformaban tu dieta. El mal vino de los viernes se
convirtió en tu última trinchera de hedonismo.