Ínsulas de la otredad, cartografía de mundos paralelos
Nunca la dualidad fronteriza se muestra con tal
intensidad como cuando contemplas las cuatro Coronados desde el muelle de
Imperial Beach. Mirar las islas del Norte a Sur y no en línea recta. Entonces
sí sientes la frontera como una absoluta otredad, una esencia bipolar a lo
Jekyll y Hide. Debe ser porque las islas forman parte de nuestro paisaje
cotidiano. Desde el parque las contemplamos todos los días frente a nosotros,
en el centro mismo del horizonte y el punto de fuga. Las primeras islas de
Latinoamérica si viajas de norte a sur, o las últimas si viajas de sur a norte.
En el extremo austral, las antárticas ínsulas chilenas frente al Estrecho de
Magallanes y al final del litoral Pacífico ñamericano nuestras cuatro
silenciosas guardianas. Más allá las bases navales, los portaviones y la maquinaria
de guerra bañada por la helada corriente de Alaska.
El navegante Juan Rodríguez Cabrillo, primer europeo en circundarlas, las bautizó en 1542 con el poco imaginativo
nombre de Islas Desiertas. Seis
décadas después, Sebastián Vizcaíno las llamo Cuatro Coronados. Las historias que sobre ellas cuentan se
confunden con la leyenda. Se dice que muchos años antes de Cabrillo fueron
habitadas por yumanos, que la etnia kumiai dejó por herencia cuencos y petroglifos
en sus rocas y que durante la década de la ley seca estadounidense funcionó ahí un casino al que llamaron
simplemente Club de Yates. Podemos imaginar noches de glamour y orgía,
de vicio ampliamente recompensado, de elegancia mafiosa y meretrices Charleston
style. Las islas fueron bodega clandestina de miles de cajas de whiskies y
vinos que Al Capone ponía en resguardo antes de introducirlas clandestinamente
en California. También es sabido que
fueron “accidentalmente” bombardeadas por una potencia extranjera. Ron Hubbard,
el charlatán fundador de la Cienciología y la Dianética, comandaba un barco de
guerra y en junio de 1943 decidió probar su armamento disparando sobre
ellas. Aquello no pasó de una queja diplomática
y una amonestación al charlatán.
Cierto, hay otras estampas contradictorias e
impactantes, como mirar el muro desde el estacionamiento del outlet Las
Américas, pero contemplar el litoral y las Coronados desde el otro lado me hace
sentir la extrañeza absoluta de ser fronterizo.
La frontera es línea o fisura;
umbral o cicatriz; límite o punto de partida; pathos y
karma; Ítaca y Luvina; un Limbo y
una sombra. Puede ser un ritual de cruce o un parte aguas, pero es, sobre todo,
una condición emocional omnipresente en
cada día de tu existencia. Y claro, no es sencillo
resistir el asalto de la fantasía cuando cada mañana de tu vida, durante los
últimos 23 años, contemplas unas islas en el horizonte.
Las
islas son tu parámetro de otredad, el pertinaz recordatorio sobre la existencia
de mundos paralelos a donde siempre has querido exiliarte, el símbolo de un más
allá asomándose en los límites de tu mirada. Islas
mutantes, camaleónicas, tramposas; tan dadas a los disfraces como a las escondidas. Las islas se saben musas y
administran sus dosis de inspiración. Algo entienden de juegos de seducción y acaso se diviertan con tu delirio.