Yo sumo años, kilos y cajetillas de cigarros; sumo amaneceres y contemplaciones de cadáveres
En mi vida
ha habido solo tres constantes: el tabaco, la noche en vela y los muertos. Todo lo demás se ha ido (alguna vez o para siempre) por el resumidero existencial que todo lo
chupa. Claro, hay también tercos y recurrentes retornos tras largos exilios,
como suele ocurrir con las pachas de whiskocho malandro que han vuelto a mojar mis madrugadas o la relectura de ciertas
noveluchas policíacas que me volaron la chompa a los 20 años. También hay reencuentros con viejos colegas de
antaño - patéticamente nostálgicos- que
suelen producirse en los funerales de otros viejos colegas a los que la factura
por la mala vida les llegó más alta o con más prisa. Cierto, sigo siendo más o
menos fiel a las tres taquerías de siempre y a un par de cantinas que en algún
momento me contaron como parte de su inventario en la barra, pero también de
esos abrevaderos y comederos me he ausentado por temporadas, a veces demasiado
largas.
El tren del
tiempo se encarga de transformar y desbarrancar mucho de lo que somos o creemos
ser hasta volvernos irreconocibles. Mi masa corporal pesa más del doble que
hace 30 años (y conste que flaco nunca he sido) y muy atrás han quedado los
sacos de cuadritos detectivescos y los zapatos bostonianos que solía utilizar
cuando era un novato de la nota roja y me preocupaba por ir con una facha de personaje noir. Hoy suelo
vestir invariablemente pants y tenis.
Asumo que un soldado multiusos del turno nocturno que desempeña tres trabajos
por el sueldo de uno, tiene derecho a vestirse como le da su reglada gana. Lo
cierto es que hoy apenas me parezco a mí
mismo. Aun así, mofletudo e hinchado, mi hija
Catalina dice que el brillo de mis ojos y mis risas socarronas son idénticas a
las de mis escasas fotos de jovencito. Aún inmerso en la más mórbida de las
madureces, tu sonrisa delata al niño ilusionado que algún día fuiste.
Creo
recordar que algún escritor mexicano (quien sin duda no es policiaco y por lo
tanto no he leído ningún libro suyo) dijo algo así como que “uno es una suma
mermada por infinitas restas”. Bueno, yo sumo años, kilos y cajetillas de
cigarros. Sumo amaneceres y contemplaciones de cadáveres, pero todo lo demás, supongo,
son restas, merma pura.
Hubo una
época en que yo podía todavía contar los muertos que había visto en mi vida. La
primera fue mi abuela y claro, mientras la miraba escuchaba a mi madre decirme
que “ella está como dormida pero en realidad ya no está aquí entre nosotros,
pues ahora vive en el cielo” y yo la miraba y en efecto, podía tratar de creer
que estaba durmiendo, pero alguna intuición oculta a mis seis años de edad me
hizo saber que el de mi abuelita no era
el rostro del sueño profundo; era el rostro de la Muerte y ese es inconfundible
y jamás se niega a sí mismo ni se oculta con máscaras ni sabe maquillarse. La
Muerte es siempre la Muerte por más clasificaciones que queramos adjudicarle.