Cola de cetáceo: no te ocultes en lo ignoto de esa mar tan rejega.
Y la vida es eso: un océano de olvido, un cofre de
anécdotas que yacen refundidas en algún pozo del subconsciente. El irremediable
naufragio de la memoria que algunos intentamos sin éxito conjurar mientras
desparramamos palabras.
Pudieron ser las jijoeputas deidades que
controlan esa catástrofe permanente e ineludible llamada destino o pudo ser la
siempre caprichosa música del azar, tan aferrada a torcer caminos y a los giros
intempestivos en el guión.
La bendición fue sin duda lo repentino de
la muerte. Cierto, tal vez no fue una sensual caricia de manto negro o un tenue
soplido para apagar la vela, pero ya bastante buen premio fue no agonizar con
el culo cagado en la cama pestilente de un hospital público, con un tubo
atravesándole el gaznate y una enfermera con cara de fuchi mentando madres por
la enésima monserga cadavérica del día. La pandemia de Covid-19 había hecho que la vida cotidiana se
pareciera mucho a El triunfo de la muerte, la macabra obra del pintor flamenco
Pieter Brueghel.
La muerte llegó cuando la irrupción de la
primera luz era apenas un presagio, en la hora lobuna (o conejuna) que antaño
tanto lo inspiraba y cuando su esposa
Cata lo encontró, pasadas las ocho de la mañana, Ánimas estaba por cumplir
tres horas de estar bien muerto. Esa muerte tan carente de burocracia y
aspavientos fue el último de sus premios.