Dimitris
El 4 de abril de 2012, Dimitris Christulas, un farmacéutico ateniense de 77 años de edad, descendió del metro y caminó lentamente hasta la sede del parlamento griego en la Plaza Sintagma. El lugar era un hervidero de protestas, un avispero de indignados gritando contra los recortes en el gasto social. La cuna de la civilización occidental se transformó de pronto en una nación en quiebra, un estado en bancarrota. En una plaza atiborrada de pensionados, nadie reparó la presencia de Dimitris, que en silencio y sin la mayor parsimonia fue a colocarse debajo de un árbol. Nadie vio el momento en que extrajo la pistola de la bolsa de su saco. Nadie captó tampoco el instante preciso en que abrió la boca y colocó el cañón de la pistola entre sus labios. Sólo el retumbar del disparo, seco y contundente, hizo que miles de personas voltearan la vista al árbol donde yacía el cuerpo ensangrentado de Dimitris. Su nota suicida, encontrada en la bolsa de su saco, fue una declaración de dignidad: “me niego a revolver comida en la basura”. Los suicidios de los románticos del Siglo XVIII eran motivados por la angustia existencial. Los suicidios de la primera década del Siglo XXI los motiva la plena conciencia de saberse desechables e innecesarios.