La semántica del escupitajo o ese humor tan a lo Smiths
A veces me da por pensar que Juan José Luna ya ha hecho lo más difícil: encontrar un tono, una voz narrativa sin padrino aparente y (sobre todo) un sentido del humor tan aferradamente suyo como sus huellas digitales o su ADN. Más que un ritmo prosístico o una inclinación hacia determinado escenario, lo del Nayar Luna es un estado de ánimo que todo lo impregna. Llego al punto final de la relectura de su novela El origen de las cosas y mi conclusión es que ya podría reconocer la marca de JuanJo en un manuscrito sin firma.
Alguna vez, en una anterior reseña, me referí al de Tepic como un digno integrante de la cofradía de los excéntricos, según la definición hecha por Sergio Pitol, “aquellos escritores capaces de aparecer en la literatura como una planta resplandeciente en las tierras baldías o un discurso provocador, disparatado y rebosante de alegría en medio de una cena desabrida y una conversación desganada”. Hoy simplemente confirmo su terca y natural excentricidad.
Andemos sin rodeos y vayamos al grano: el Nayar es un tipo raro. Rarísimo en realidad. Lo interesante de esa atipicidad de monotrema, es que para nada es fingida ni se apoya en clichés tremendistas. Vaya, Luna no debe recurrir a un confesionario de poetastro maldito o a un look de aspirante a marginal. Por fortuna no necesita una ridícula auto-ficción retratándose como cocainómano decadente ni le hace falta escribir junto al lecho de muerte de un familiar ni inventarse una vocación suicida. Lo suyo es una locura que parece brotar espontánea, como si viniera incluida en el paquete. El Nayar es lo que es y no se parece a nadie. Su trato, su aspecto y aún la siempre engañosa primera impresión de su narrativa, lo hacen pasar por un hombre correcto y contenido, en apariencia demasiado formal, como formales son algunos divinos locos al puro estilo de Natalio Ruiz (el hombre del sombrero gris). Luna podría ser un perfecto personaje de una ficción escrita por Gógol o Aira.
Si apostamos por el camino más simple y ordinario, podemos leer El origen de las cosas como una educación sentimental, la hostil ruta de un actor (o acaso debamos decir artista) que en plan de salmón intenta nadar catarata arriba. Pero aún el aparente cliché del sueño de convertirse en actor se hace pedazos ante el sui generis humor de Juan José. ¿Debemos leer este libro como una autografía? ¿Podemos inscribirlo en la tradición de Los diarios de Emilio Renzi de Piglia o Lo que fue presente de Héctor Abad Faciolince? No estoy tan seguro. En todo caso, encontraría un parentesco con La vida a ratos de su tocayo Juan José Millás o el París no se acaba nunca de Vila-Matas.
En descargo de Luna, debo decir que el primer manuscrito de El origen de las cosas lo leí durante una ebria Semana Santa caribeña dos años antes de que Millás pusiera su proyecto autobiográfico en librerías. De aquella primera lectura conservo el recuerdo de un pasaje sobre una furtiva incursión nocturna trepando por el balcón hasta la alcoba de dos gemelas adolescente. Imaginé entonces una novela de correrías adolescentes a lo Tom Sawyer o un rosario de aventuras galantes. Después imaginé que, quizá forzando un poco la máquina, podríamos leerlo como una suerte de tributo tijuanense al clásico Un actor se prepara de Stanislavski, pero el parentesco, si lo hay, es lejano.
Por fortuna, Luna no cayó en la moralina tentación de escribir un libro de superación en donde un humilde actor, ataviado con la indestructible armadura de sus sueños, sale a conquistar el mundo y a demostrar que la ilusión siempre puede vencer la adversidad. Nada de eso. El mundo de Luna es absurdo, bizarro y por momentos chusco. Lo sui generis comienza desde el nombre de su alter ego: Londres. Al puro estilo de La casa de papel, aunque entiendo que El origen de las cosas se comenzó a escribir antes de que Úrsula Corvero y su pandilla se apoderaran de Netflix.
Claro, ante ciertos pasajes queda el gusanito de preguntarle a Luna si todo es real o hay licencias ficcionales.
Luna parte plaza con una escena por la que los patricios romanos solían pagar muy bien en el Coliseo: contemplar cómo los leones de un circo devoran a su entrenador. Cualquiera pensaría que una escena tan traumática, contemplada a los diez años de edad, podría ser el origen de un trauma o por lo menos dar lugar al llanto, pero el niño nayarita no puede parar de reír. ¿La razón? El entrenador devorado por las fieras en una tarde de 1983 era bastante guapo y le robaba la atención de la niña de sus sueños, hija de la amiga rica de su madre que los lleva al circo.
La “autobiografía” (aún no me queda claro si debo entrecomillar la palabra) se divide en retazos o pasajes mostrencos enmarcados por años salteados. La primera parte transcurre en Tepic y la segunda en Tijuana.
A mediados de los ochenta, el alter ego de Luna es un niño que hace caras de conejo frente al espejo, que pasa largas horas delante de sus cuadernos escolares mirando al vacío y que furtivamente “hace lo propio” oculto en un terreno baldío entre su casa y la escuela. Un preadolescente que mira desnuda a la madre tetona de su amigo (una actriz de bajo presupuesto) y que es capaz de interpretar la semántica de un escupitajo, arrojado por el compinche malquerido al que rechazan “por pobre, por menso o por prieto”
Londres sueña con ser actor sin saber a ciencia cierta de qué se trata mientras su padre, siempre ausente, sueña con la hija de un pastor cristiano por la que acaba abandonando a la familia. Londres se debate entre huir de casa o entrar a estudiar en una escuela nocturna, proyecto que naufraga cuando en la primera clase golpea brutalmente a su maestro y acaba preso acusado de tentativa de homicidio, hecho que terminará por desencadenar su autoexilio a Tijuana en donde desempeña toda clase de oficios miserables (cortar colas de cachorros es sin duda lo más pintoresco).
Arrancando el milenio, el eternamente postergado sueño de ser actor empieza a tomar forma entre los muros de la Casa de Cultura de la Altamira. Sus incursiones como extra dan lugar a escenas tragicómicas (las palomas renuentes a volar en la apoteótica escena final de una película cursi no tienen desperdicio).
A esta historia la salva su humor, la capacidad de reírse de uno mismo. He buscado parentescos literarios para definir este tono tan particular, pero acaso lo más similar que he encontrado al estado de ánimo de Juan José Luna, son las letras de las canciones de The Smiths. Esa capacidad de ser trágico sin dejar de reír, de retratar las propias desgracias sin caer en la autocompasión, de mostrarse dando tumbos sin ceder a la tentación del malditismo o el discursito redentor. Ese es Juan José Luna, un Morrisey nayarita caminado por la Cacho, el artista adolescente devenido en guardián gramático, el excéntrico involuntario que acaso en tributo a su humor smithiano debió llamarse Mánchester y no Londres. (DSB)