Desde hace mucho me han obsesionado las danzas macabras, esos grabados medievales surgidos raíz de la peste negra del Siglo XIV, en donde en medio de una escena de goce o mundano hedonismo irrumpe la Parca y se pone a bailar o a libar con nosotros para recordarnos lo efímero de nuestra condición.
La Muerte estaba ahí, blanca, en la silla con su rostro. La primera frase de El luto humano de Pepe Revueltas es el epígrafe de nuestra vida diaria. Hasta en el más sosegado e inocente de tus días, la Muerte está siempre ahí (blanca, negra, en la silla, en la mesa, en la cama o en el retrete, pero te juro que está ahí, eso nunca lo dudes, siempre está ahí).
Veo mi libro con los grabados de Hans Holbein El Joven y reparo en la actualidad de estas representaciones. Hasta cuando te sientas rebosante de vida e imagines tu futuro como una eternidad recuerda que todos somos personajes de la Dance Macabre. En muchas de estas representaciones, la Muerte suele bailar con el rey, el obispo o el señor feudal en afán de recordarnos que ni el poder ni el dinero conceden vida eterna y que al final del camino la guadaña es la gran igualadora.
Tal vez un Yuval Noah Harari nos diga que en el futuro mediano hasta la Parca será clasista y que habrá una casta de amortales con sus cuerpos alterados por nanochips e inteligencia artificial que les permitirán conjurar las enfermedades que hoy nos llevan a la tumba, pero en tanto el Homo Sapiens no se transforme en Homo Deus, la Muerte seguirá siendo la demócrata por excelencia. Ahí están los millonarios muertos por Covid que no nos dejarán mentir.
Desde hace unos cuantos meses la omnipresencia de la Muerte Compañera ha dejado de ser algo metafórico. Durante años fue una figura poética ideal para alardear, pero hoy es una omnipresencia palpable. En mi temprana juventud solía proclamarme adorador de la Niña Blanca y juraba, a quien quisiera escucharme, que moriría joven, que jamás llegaría a cumplir treinta años y que la Parca y yo consumaríamos un prematuro romance. Nuestro más cercano idilio, fue la tarde de verano del 93 en que estuve a punto de morir ahogado en Zicatela y con todo y mis afanes suicidas de pseudo-poeta maldito, cedí al instinto de supervivencia de un animal acorralado y combatí contra la más monstruosa versión del Pacífico por conservar mi vida.
En cualquier caso, nada se compara a lo que vivimos el año paso mientras viajábamos por la Transpeninsular frente a las alucinantes playas de Mulegé. Carolina, Iker y yo habíamos salido temprano de Loreto en un carro rentado, listos para un día de ensueño. Nuestra idea era alcanzar a bañarnos en cuatro o cinco playas distintas del corredor Mulegé- Loreto, pues todas son paradisiacas pero cada una tiene sus propias características. Habíamos visitado la Misión de Santa Rosalía inmersa en una mística desolación y después habíamos nadado en la playa de Saltispac. El Mar de Cortés era pura sustancia onírica. Such a perfect day de Lou Reed era el soundtrack de la tarde. Con exactitud recuerdo los últimos minutos que pasamos Iker y yo nadando en el mar, las bromas que estábamos haciendo, la emoción por las playas que aún nos esperaban. Salimos de Saltispac para ir a las playas de El Coyote y El Requesón. Dos minutos después, a la altura del kilómetro 111, un tráiler nos embistió por atrás cuando ambos quisimos rebasar un lentísimo camión de redilas. Salimos disparados de la carretera y nos volcamos en una ladera. Dimos dos giros completos. El Kia Río que conducíamos fue pérdida total pero nosotros estábamos vivos, tirados sobre la arena sudcaliforniana. Aún no sé a qué deidad agradecer nuestra supervivencia, pero lo cierto es que desde entonces tengo una durísima y omnipresente conciencia del final y lo repentino de su llegada.
Monday, April 27, 2020
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