La amplia y negra noche de Hiram Ruvalcaba
Cuando hablamos de clases de música, hay ciertas melodías a las que suelen recurrir todos los maestros del mundo porque resultan ideales como patrón o ejemplo para enseñar las bases a los aprendices. Todo instructor de piano que se respete apuesta por Para Elisa de la misma forma que si se trata de aprender guitarra eléctrica ahí está el riff de apertura de Smoke on the water. Son estructuras que en su aparente sencillez, sintetizan la esencia misma de la composición. Pocas semanas antes de que la pestífera primavera irrumpiera en nuestras vidas, impartí un par de talleres de cuento. En ambos puse como ejemplo un libro que llegó a mis manos hace muy poco tiempo, a mediados de febrero: La noche sin nombre de Hiram Ruvalcaba. Para mí este libro es un parámetro ideal para mostrarle a un aprendiz de cuentista cómo poder estructurar un relato redondo sin desperdiciar nada, valiéndote de un modesto inventario de recursos.
A la hora de enumerar los elementos que construyen y redondean un buen cuento, reparo en que casi todos están contenidos en los relatos de Ruvalcaba. Por ejemplo, me gusta (ante todo) que se narre una historia. Parece una perogrullada, pero hay narradores para quienes la trama pasa a segundo término y se limitan a un relato situacional donde no sucede nada o sucede muy poco, casi como un cuadro de costumbres. Cada quien sus filias, pero a mí me gusta que haya un conflicto, un nudo, un desafío. El relato debe desentrañar, desembocar en algo. Soy también un devoto de las aperturas y creo que un narrador se juega la vida en el primer párrafo. Me gusta cuando el centro neurálgico y la columna vertebral de un relato se anuncian desde el arranque. Pues bien, Ruvalcaba apuesta fuerte desde la primera frase y enseña sus cartas. El mérito es que después de su jugada inicial, la tensión y la expectativa se mantienen hasta el último párrafo.
En el primer cuento, Paseo nocturno, la hecatombe y su dilema irrumpen de golpe en las primeras palabras. Una pareja de furtivos amantes atropella a un niño en la carretera y a partir de ese momento brota implacable su infierno individual. Quienes hemos sufrido un accidente carretero sabemos lo que significa que de un segundo a otro tu vida entera se ponga de cabeza. A la sorpresa del percance sigue el gran dilema ético y moral que provoca el enfrentamiento entre la mujer y el hombre. Ella propone la fuga y él quiere socorrer al pequeño. En Amar de verdad, una esposa despechada planea el asesinato de la amante de su marido. La sigue, la tiene en la mira de su pistola y el lector permanece tenso y la expectativa hasta la última línea. Este aferre por la repentina irrupción de lo inesperado se mantiene en Aunque sea tarde para llamarte, cuando una noche cualquiera (Con ansias, en amores inflamada, diría San Juan de la Cruz) irrumpe el timbre del teléfono en la casa de un hombre casado y de pronto la voz de la antigua amante da un vuelco a la sosegada vida matrimonial. Particularmente extremo me resulta Los nombres del mar. Quienes al menos por unos minutos hemos perdido a un niño pequeño en un lugar público conocemos la machacante densidad de esos instantes de angustia. Ruvalcaba tira la carne al asador desde el saque inicial: “El 5 de abril de 2012 perdí a mi sobrino de siete años en la playa Miramar”. Sabemos el desenlace y sin embargo la angustia es una marea creciente hasta el punto final.
En otros relatos el autor da rienda suelta a un tierno gore tarantinesco. Tal es el caso de Blanco como porcelana, donde un devastado padre de familia encuentra a su hija desaparecida convertida en el esqueleto favorito de una facultad de medicina. El incidente San Juan es como una pintura negra de Goya, un descenso a lo más grotesco del horror de la narcoviolencia; o qué decir de Chiqueros, el tributo a ese latinoamericanísimo personaje que es la bestial figura paterna y sus “sagradas enseñanzas” sobre lavar con sangre y sufrimiento la deshonra.
Hiram da cátedra en planteamiento del dilema y en el mantenimiento de la tensión, aunque acaso podría reforzar la complejidad de sus personajes. Eso sí, si de fraseo e imágenes hablamos, algunos cierres de Ruvalcaba son dignos del mejor Revueltas: “la noche amplia y negra que se abría lentamente como la boca de un muerto”; “A su paso levantó polvo y guijarros desesperados y se hundió dando alaridos en la noche sin nombre”; “Y mientras la ola regresaba a las fauces del agua, sentí que hasta la última gota de mi sangre empezaba a diluirse en ella”.
Sin grandilocuencias ni extravagancias el libro de Ruvalcaba te involucra como lector y de pronto, sin darte cuenta, tú estás envuelto en la negra noche a la que no aciertas a nombrar. Me gusta que un cuentista se juegue entero e Hiram, por fortuna, es de los que se tiran a matar.