Aquello era un desmadre. Con el portón metálico abierto de par en par puede mirar adentro de la vivienda y entonces reparé en que nada me impedía entrar. Lo que entonces me cerró el paso no fue algún agente, sino el hedor, una pestilencia como no había enfrentado en mi vida. Aquel sitio apestaba a cagadas y a muerto. Tapándome la cara con la manga de mi chamarra crucé el portón y caminé por una cochera tapizada por mierda de perro, luchando infructuosamente por no pisar alguna. Pronto la suela de mis zapatos estuvo totalmente embarrada. Además de las heces, sobre el piso había mechones de pelo canino, huesos roídos, pedazos de juguetes, Barbies descabezadas, carritos sin llantas, montones de revistas y periódicos empapados. En el lugar permanecía una docena de perros echados a los que tomé varias fotos. Eran al parecer más viejos que la jauría fugada en estampida o acaso estaban enfermos o lisiados pues no hacían por levantarse del suelo, ni siquiera cuando me acerqué demasiado para fotografiarlos. Policías entraban y salían de la casa pero nadie parecía reparar en mi presencia. Era una vivienda que hace tres o cuatro décadas habría pasado por ostentosa, una casi mansión de nuevo rico que habría podido despertar envidias en los años setenta, pero que hoy era puro y vil herrumbre. La casa estaba rodeada por un jardín cubierto de matas baldías infestado también por las heces. Platos metálicos abollados, restos de mamparas y prendas en jirones, botellas vacías y una mesa metálica cuyo centro de cristal estaba pulverizado. Al centro del jardín había una piscina en cuyo fondo de agua empantanada y cubierta de lama yacía un gato en descomposición. Era evidente que en muchos años nadie le había dado una mano a aquel inmueble.
Sunday, April 12, 2020
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