Podría decir que hoy se cumple un mes del arranque oficial de este encierro, un tiempo fuera del tiempo, un paréntesis bipolar en donde no acierto a determinar si los días se arrastran, caminan, corren o simplemente se diluyen como humo de cigarro o arena entre los dedos. Aún no sé si un mes es mucho o poco tiempo. Las horas se disfrazan con la máscara de la quietud pero de pronto me doy cuenta que confundo los primeros días de marzo con la semana pasada y ya no puedo determinar con precisión qué fue primero y qué después. En cualquier caso, en afán de marcar una cronología, diré que hoy se cumple oficialmente un mes de confinamiento.
Fue el viernes 13 de marzo cuando por primera vez empezamos a tomar en serio la consigna de recluirnos. Mi primer gran dilema fue si debía o no cancelar mi participación en UANLeer. La agenda decía que yo me subiría a un avión que me llevaría a Monterrey el sábado 14 por la mañana para presentar el Samurái de la Gráflex en Colegio Civil. El Cuídate de los Idus de Marzo irrumpió terco en alguna zona del subconsciente. Un resfriado común con exceso de estornudos y los consejos de Carolina sobre pensármelo dos o tres veces antes de subirme a un avión en semejante escenario, hicieron mella y lograron lo imposible: por primera vez en diez años de ires y venires librescos, opté por cancelar un viaje literario. Me habría gustado muchísimo más que la cancelación viniera de parte de los organizadores del evento para no tener que cargar a cuestas con la culpa del desaire, pero UANLeer se mantuvo en pie y fui yo quien tuvo que escribir la carta anunciando que no viajaría. Escribí y mandé el correo la noche del viernes 13 (y llovía-llovía). Acaso la terquedad de la lluvia incida en mis confusiones cronológicas, pues tengo la sensación de que el cielo bajacaliforniano simplemente no ha dejado de derramarse en 2020. Llovía el fin de semana en que optamos por encerrarnos y llueve al amanecer de este lunes. La lluvia y la salud de Canica han marcado el tic-tac de este Apocalipsis. El resto es caos mental y dispersión.
Nuestra perrita está de vuelta en casa. Tras su exilio de cuatro días con su milagrosa veterinaria, Canica ha vuelto ligeramente más repuesta, con buen paso, pero aún dentro de la zona de peligro en donde su supervivencia es moneda en el aire y patina en una delgada línea. Ayer le aplicamos su primera sesión de suero casero. Carol va agarrando mano de experta enfermera y aunque Canica ya está harta de tanta aguja y se defiende, logramos sortear hora y media drenando el líquido salvador dentro de su maltrecho cuerpecito. Hoy se repitió la operación Mientras el suero goteaba lentamente vimos una película turca, Milagro en la celda 7. Hermosa fotografía, muy buenos actores, tristísima trama y final un radical giro inesperado (no spoilers please). La lluvia ha vuelto tras un Domingo de Pascua soleado. Hoy al amanecer salí a caminar a Canica por el baldío. Lluvia chingaquedito, nubes oscurísimas y el mar plomizo como un territorio irreal donde los barcos petroleros son meras alegorías. Por la tarde ida y vuelta al parque. Un día a la vez.
La buena noticia es que amanecí ahora sí al amanecer después de un sueño atípicamente regular y cuando eso sucede, despierto con hambre no fingida ni inducida de escribir. Apetito natural de desparramar palabra. En mi hipotético manual sobre el arte de leer con café y escribir con whisky debería resaltar la importancia de despertar temprano y del sueño regular como un elemento clave en la alineación de neuronas literarias. Hay mucha, muchísima lava hirviendo adentro del volcán pero se requieren condiciones concretas y atípicas para hacerla brotar. Puede a medias inducirse, pero el entorno y sobre todo el metabolismo, pueden conspirar a favor o en contra. Desde hace meses vengo barajando algunos personajes e historias que revolotean por ahí, en plan celestino y calientahuevos. Hoy reparé en que bien se puede hacer una mescolanza de todo, un chocochorro prosístico donde lo mismo arrojemos frijoles, tocino, cabezas de pescado podrido, ajos, manteca, verdura y gordos de carne. Embadurnar todos los personajes y tramas fallidas y colarlos dentro de la pestífera moda cuarentenera y dar forma a algo que bien puede evocar un debrayado Decamerón, una ristra de errabundos que coinciden una tarde lluviosa de domingo frente al muro de Playas de Tijuana. Los une la complicidad del humo, el desbarrancadero existencial y el sinsentido. Acabarán refugiándose en algún viñedo por los rumbos de San José de la Zorra, aunque tampoco descarto ponerlos en plan Transpeninsular y hacerlos viajar a la heroica o a Loreto.
¿Puedes creer que en treinta días no he podido dar forma a ningún impulso prosístico? Claro, he escrito las columnas de rigor y los ordinarios posts facebookeros, pero no he acertado a siquiera intentar cerrar la figura geométrica de algo que se parezca a un cuento. Duermo mal e irregularmente. Largas siestas vespertinas o derrumbes mañaneros en la cama techada de Iker antecedidos por alucinantes duermevelas pobladas por vívidos viajes oníricos. No menos caótico he sido como lector (Chaos is my life diría Exploited). En carrera parejera compiten varias novelas gordas. La más aventajada es Narcisa de Shaw en donde voy merodeando la mitad (la porra mermao, fala serio Cigano, porque Yo lo valgo ¿Siguiente?). Pese a sus defectos de edición, las aventuras de esta carioca crackómana se dejan leer con jocosa fluidez. Más lenta avanza Nuestra parte de noche de Mariana Enríquez a quien al puro estilo de Mister Crowley le gusta aquello de talk with the dead. Sí, ya lo sabemos: lo de Mariana son los muertos, chingos de muertos que te jalan las patas y hablan contigo, pero si hablamos de géneros literarios lo suyo parece ser el cuento y no la novela (y tampoco la crónica, por cierto). Las cosas que perdimos en el fuego se dejaba leer, pero este premio Herralde es (al menos hasta la página 120), denso, hostil y farragoso. El niño Gaspar y su cuerísimo padre médium moribundo no acaban de hacer clic conmigo. Tampoco acaban de arrancar los diarios Abad Faciolince. Me pasa que no le creo al colombiano. Los diarios, como la realidad, son caóticos y desestructurados y Lo que fue presente me parece trabajado a posteriori. Demasiado aburguesado el paisa, esclavo a perpetuidad de la muerte de su padre (ya chole con los escritores obsesionados con la figura paterna) aunque cierto es que apenas voy en 1988. En desorden y como no queriendo mucho la cosa también le entro a Los errantes de Olga Tokarczuk. Me gusta la ética mochilera de la Premio Nobel polaca, su arte de la fuga tan entregado a las jugarretas del subconsciente aunque las historias de ficción incrustadas o sacadas como muñecas rusas en medio de la dispersa crónica tienden a ser aburridonas. En cualquier caso, nada tan potente como el vicio de la relectura. De pronto, me descubro a mis anchas y como pez en el agua volviendo a andar sobre mis huellas en La habitación cerrada de Paul Auster que leí hace década y media en mis treinta y pocos, cuando la adicción austeriana era incontrolable. Mientras acompaño una vez más a Fanshwae en sus correrías, vuelvo a tener la sospecha de que los mejores libros de mi vida ya los leí y que el resto de la existencia estará condenada a ser una eterna relectura. Así también he vuelto a El hacedor de Borges, ese portento de brevedad y minimalismo ubicado en el umbral de la ceguera casi total, cuando Borges ya empezaba a ser Borges y a mí no me queda más que corroborar que Georgie no solo tiene un pacto con la eternidad, sino que tiene la capacidad de mimetizarse y ser siempre un nuevo escritor cada vez que lo lees. Ya nada más de pilón me puse a repasar Estambul de Orhan Pamuk, por aquello de que yo también creía tener un doble en mi infancia que se duplicaba en las fotos y miraba antiguas locomotoras desde la portada de un álbum fotográfico.
Tuesday, April 14, 2020
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