Arranque de un cuentito estancado...
¿Qué es más difícil: Sostener con pulso perfecto una charola o empuñar un arma sin rastro de la traidora temblorina que delata a los novatos?
Para mi mano izquierda es indistinto. Puedo cargar cinco platos ardientes y servir el vino con la misma serenidad con la que disparo la carga completa de mi Beretta. La botella y la fusca son extensiones de mi brazo. En mi trabajo brillan por su ausencia los derrames y el cochinero. Pulcritud es mi firma. A mis 66 años atiendo una mesa y abro fuego con la columna vertebral siempre erguida, derechita, sin jorobas ni desgarbadas poses huevonas. Privilegios de la vieja escuela donde la fina estampa aún cuenta. Jodidos los guandajones y los marranos que degradan la profesión y la convierten en una chambita de muertos de hambre. Yo soy pura esencia de antes y eso se nota a la hora de firmar mi trabajo.
Me llamo Edelmiro Espárrago y soy ante todo un capitán. Capitaneo un equipo de 18 meseros en el restaurante más célebre de Tijuana como en su momento capitaneé escuadrones de exterminio. A muchísimos personajes célebres les he traído las mejores cenas de sus vidas, pero a otros tantos les he traído la dosis de plomo estrictamente necesaria para apagar la luz. Nunca más de dos balas, pues la austeridad y el ahorro son parte esencial de mi firma. Asco me dan esos morritos manguerosos que se hacen llamar sicarios y dejan un cagadero de casquillos percutidos regados por la calle, descargando kilos de metal para despachar a un pobre cabrón. A mí me basta un proyectil bien colocadito en el cerebro. No se necesita más. Nunca me ha gustado eso de dejar cuerpos como coladeras. Ante mis ojos, un guiñapo sanguinolento es señal de labor puerca y atrabancada. Nada tan lindo como un solo hoyito rojo en el mero centro de la frente.