Sacar sangre de la piedra
Más de una vez he hablado de historias que exigen ser escritas y se apoderan de ti como fantasmas latosos. Si no te pones manos a la obra, la historia se dará a la tarea de estarte chingando a cada momento y por la noche se meterá a tus sueños y te jalará las patas como ánima en pena o espíritu chocarrero. He querido creerlo y me he cansado de perorarlo pero aquí entre nos te lo digo: es una puta patraña.
Esas historias que andan de ofrecidas suelen ser unas viles calientabraguetas. Irrumpen y se juran plenas, fantásticas y enteramente disponibles. “Yo ya estoy escrita en tu cabeza”, te dicen las muy alcahuetas. “Solo debes traducirme en palabra y liberarme en el papel”. Así de entrada siempre parece muy fácil. Después de todo sólo debes transcribir lo que ya ha tomado plena forma en tu interior. Es tan sencillo, un pan comido. “Ajá, cómo no”. Sólo intenta comenzar, atina a eructar la primera frase para sentirte el non plus ultra del absurdo. En el momento de teclear las primeras letras, la muy casquivana y calientahuevos se volverá de humo, una criatura inasible y si acaso llegas a tocarla será en tus manos como un molusco embarrado de mantequilla. Resbalará, se te caerá al piso y huirá corriendo. ¿Eras dueño de esa historia? Ni madres. Nunca fue tuya. En tu inventario tan solo queda ordinaria palabrería y cualquier párrafo derramado sonará soso, ridículo, condenado a perecer en vía muerta, a ser un embrión sin otro futuro que el legrado, un viajero en el bulevar de la narrativa nonata, un huésped privilegiado de la Biblioteca Brautigan. ¿Los libros exigen ser escritos? Eso decía yo, pero les mentí. Villoro es quien tiene razón. Lo leí anoche en La utilidad del deseo: “El primer aprendizaje de un autor es que los libros no quieren ser escritos. Se resisten, sacan las uñas, muerden. Este rechazo repele pero también cautiva. Nada más placentero a fin de cuentas que lo conquistado con dificultad”.
Pues sí, nada errado que anda Juan. En esos menesteres me encuentro. Nadie habla de la esterilidad de estos combates, de historias rejegas y huidizas como lagartijas. Cuando crees haberlas sujetado resulta que la lagartija corre muy lejos de ti y tú te has quedado con su cola en la mano. Se resisten, no se dejan, te chupan todo vestigio de energía y entusiasmo. Llevas dos horas frente al teclado y en la canasta de la cosecha tienes apenas 400 palabras que te resultan patéticas y borrarás de tajo. ¿La escritura es liberadora? ¿La escritura es éxtasis y plenitud? Mmmm. No digo que no pueda llegar a serlo, pero de entrada es una carrera de resistencia, una desgastante sesión de boxeo contra una pera muy dura. Pégale, túpele hasta que los nudillos queden en carne viva. Cierra el puño, aprieta los dientes, vuelve a pegar, suda, pega, borra, comienza de nuevo. Ya sacarás sangre de la roca.