Mi lista de libros de fin de año es terriblemente subjetiva (todas lo son). La diferencia es que la mía lo es descaradamente y se limitará por ahora a un solo país: Colombia. En la recta final del 2017 he sido feliz descubriendo y redescubriendo autores colombianos. Entre mi pepena bogotana y los libros que gente muy querida me ha regalado, he tenido un otoño libresco con sabor a ajiaco.
Un regalo que aún no acabo de agradecer es Puñalada trapera, la antología del cuento colombiano de Rey Naranjo Editores compilada por Juan F. Hincapié e ilustrada por Marcela Quiroz. Qué belleza de edición y vaya combinado más diverso. La apertura con Jabalíes, de Antonio García Ángel, es un ataque de humor corrosivo. Extraordinario Mi novio albino de Mariana Jaramillo, Educación sentimental de Luis Noriega, La mata la matica de Andrés Mauricio Muñoz, entre otros.
Alucinante ha sido dar tragos largos de Apocalipsis y mirar a los ojos de nuestro zombi interior recorriendo los relatos de Ellas se están comiendo al gato de Miguel Ángel Manrique. Ya Miguel nos había dado una receta para fabricar un coctel Molotov y pitorrearse del canon literario en su novela Disturbio, Premio Nacional de Novela en 2008. De lo más jarcor que he leído en el año.
Una gratísima serendipia ha sido encontrar al paisa Luis Miguel Rivas, a quien tuve la oportunidad de conocer en las oficinas de Planeta en Bogotá. Su novela Era más grande el muerto es simplemente chingona, ingeniosa, derrochadora de un negrísimo humor antioqueño. ¿La novela del 2017? Seria candidata
Con sorbitos de saudade me he embriagado leyendo Memoria de jirafa de María del Rosario Laverde. Nuestra fábula más extraordinaria son los siempre mentirosos recuerdos de infancia. El cuello de la jirafa desciende vertical para beber del oasis de la nostalgia.
Chingón ha sido leer las miniaturas prosísticas que 71 autores escriben sobre Bogotá en Palabra capital y liberador ha sido corroborar cómo las palabras rompen candados y abren celdas en Fugas de Tinta, una antología de cuentos y poemas escritos desde cárceles colombianas.
Emocionante ha sido reencontrarme con un viejo vicio llamado Fernando Vallejo ahora que en la Biblioteca Nacional he dimensionado el tamaño del legado de Rufino José Cuervo. Una bocanada de colombianidad ha sido leer Pa que se acaba la vaina de William Ospina o El país de mi padre de Plinio Apuleyo (Gracias Lili Ospina por tan buenos regalos). Épicamente divertido ha sido leer la versión ilustrada y colombianizada de La Ilíada y La Odisea de la francesa Soledad Bravi
Poca madre la experiencia de entrar a un supermercado y encontrar junto a la sección de vinos y licores una respetable selección de autores colombianos a precios casi simbólicos. En el súper pepené a Andrés Caicedo y su seminal Viva la música, La cuadra de Gilmer Mesa e Historia secreta de Costaguana de Juan Gabriel Vázquez (mi Cartógrafos de Nostromo también tiene un timbre postal costaguanense).Una experiencia muy cabrona ha sido leer y tocar en la Biblioteca Nacional el manuscrito original de La Vorágine, garabateado por la mano de José Eustasio Rivera. También reencontrar a Abad Faciolince (de quien ya he hablado en entregas anteriores).
Diamante en carbón fue encontrar un Cien años de soledad de 1970 en Editorial Sudamericana en la Feria del Libro Antiguo en Tijuana. El gran faltante en mi valija es Guido Tamayo y la mejor noticia es que volveremos pronto.
Sunday, December 17, 2017
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