No he padecido místicos delirios capaces de llevarme todos los días a orar en una solitaria iglesia ni me he vuelto loco por Philip K. Dick (aunque sí un poco por el oscuro verano de Byron, los Shelley y Polidori). Tampoco me he perdido en la nieve ni he naufragado en una pordiosera estación siberiana para topar con ancestrales serendipias familiares, pero sé lo que se siente obsesionarte por un personaje siniestro y sentir que una historia de la vida real se infiltra en tus sueños y te jala las patas por la noche. Siempre me ha seducido la idea de entrevistar demonios y abrir closets atiborrados de esqueletos. Acaso por eso lo entiendo. Cuando leo a Emmanuel puedo palpar lo absorbente y devastadora que llega a ser su pasión.
Existió Rodolfo Walsh y su imitador Capote; existió Tomás Eloy Martinez y el gran Federico Campbell, como existe Caparrós, Diego Osorno, Mónica Maristain y Leila Guerriero. Creo que a su sui generis manera Emmanuel Carrère también tripula esa nave y en cualquier caso su Premio FIL son extraordinarias noticias para los gambusinos de la no ficción, los divinos pepenadores de carboníferas historias reales que algunas veces devienen en diamante (¿también Javier Cercas cabrá por ahí?).
De Emmanuel he leído cuatro trabajos muy buenos y uno fuera de serie: Limónov. Acaso dentro de algún tiempo, si es que a mi vida no le da por interrumpirse, recordaré la primavera 2015 como la primavera Limónov, sin duda uno de los mejores libros que he leído en el último lustro.
Tal vez a los adoradores de la fantasía pura no les venga tan bien la tendencia, pero creo que las coronaciones de Sveltana Aleksiévich y Emmanuel Carrère son una buena palmada en la espalda y un brindis con cerveza fría a la salud de todos aquellos que han pateado calle en busca de un relato ataviado con el mentiroso traje de la realidad.
Monday, September 04, 2017
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