Esa ficción llamada trabajo
En la edad antigua se les llamaba esclavos y en el feudalismo, por virtud del vasallaje, se convirtieron en siervos. La Revolución Industrial los transformó en los obreros que según Marx habrían de encabezar la revolución proletaria, esa mala alucinación que acabó naufragando de la peor manera posible en la altamar de la economía de mercado. Hoy nuestro mundo globalizado del Siglo XXI los ha convertido en prescindibles. Poco a poco el trabajo asalariado se va convirtiendo en una ficción, en un cliché. A los gobiernos les cuesta trabajo admitirlo, pero la realidad es que la severa crisis de desempleo que carcome a casi todo el planeta no parece ser una nube pasajera. Duele decirlo, pero empiezo a creerle a Viviane Forrester y su profético Horror económico cuando afirma que nunca en la historia de la humanidad había habido tantos millones de seres humanos condenados ser simplemente innecesarios, sin un lugar para ellos en esta economía que no los necesita y los condena a transformarse en pordioseros. El jinete apocalíptico de nuestro tiempo no es la guerra o la peste: es el desempleo. Cuestión de ver las espeluznantes cifras de parados en España y Grecia para hacernos una idea. Aquellas historias de obreros calificados que podían aspirar a una digna jubilación después de haber podido dar educación y calidad de vida a sus familias, se van transformando en leyendas de abuelos. Hubo un mundo que aspiró al estado de bienestar. Hoy tan solo quedan las formas modernas de esclavitud. Cuando recibo la llamada de un promotor bancario que me habla como un merolico para tratar de venderme una tarjeta de crédito, sin poder cambiar su discurso y advirtiéndome con ese tonito antinatural que la conversación está siendo grabada y monitoreada, pienso en la inmensa tragedia de su vida. Los empleos actuales no solamente pagan miserias, sino que pisotean la autoestima, la individualidad, el derecho a ser uno mismo. Pienso en esos pobres veinteañeros condenados a trabajar en los campos de concentración modernos llamados call center, sin posibilidad de levantarse ni al baño, con supervisores que monitorean y espían sus tiempos, sus llamadas, su tono de voz. Esos jóvenes tan llenos de energía y creatividad resignados a que su mayor aspiración sea aparecer en el cuadro de empleado del mes de McDonalds. Pienso en todos esos empleados de supermercado a los que en forma rimbombante llaman “asociados” (¿tienen acciones del supermercado acaso?) a los que obligan a ofrecer al cliente tiempo aire en el celular so pena de sancionarlos con descuentos a su insultante salario. Todos esos ejecutivos de ventas eternamente presionados, chantajeados, amenazados con el despido, obligados a llevar una asquerosa corbata (¿alguien puede decirme si una corbata sirve para otra cosa aparte de asfixiar?) inundados por peroratas de superación personal y calidad total. Por herencia del movimiento obrero nos quedan los anacrónicos sindicatos, con sus líderes seniles u obesos, listos para obligar a sus agremiados a acudir al mitin de tal o cual candidato. ¿De verdad hay algo que festejar este 1 de Mayo? Feliz Día del Trabajo. DSB