En aquel tiempo el territorio de la norteñidad narrativa se llamaba Yoremito. Era la altamar de los noventa, años de Zedillo y el Fobaproa, de grungeros suicidas y narcojuniors de la Hipódromo. Eso que llaman narco-narrativa aún no tomaba forma y a los narradores hispters de La Condesa no les daba por tratar de aprender a hablar como culichis. Daniel Sada ya era Daniel Sada, pero la primera división editorial apenas se estaba enterando que en las páginas del tocayo yacía y yace el mejor ritmo prosístico de México. El asesino solitario de Élmer Mendoza estaba por publicarse y yo había leído Las bicicletas de Toscana y El crimen de la calle Aramberri de Hugo Valdés. Había leído algo de Felipe Montes y Armando Alanís, mucho de Gerardo Ortega y algunos mostrencos párrafos de colegas que publicaban por ahí. El norte era el norte y sin embargo soplaba otro viento. Los norteños de Yoremito tienen poco que ver con los actuales. A veces parece que dos décadas coquetean con la eternidad. En aquella época ancestral yo era un reportero recién ingresado al periódico El Norte con el pelo apenas cortado después de un lustro de greña brava. Acudía al taller de Rafael Ramírez Heredia donde Cristina Rascón y Luis Felipe Lomelí ya hacían de las suyas. Había leído un fanzine de Rafa Saavedra (Centro de la Rabia) y tenía alguna noción de Luis Humberto Crosthwaite, padrino de Yoremito, pero aún no leía a Yépez ni a Javier Fernández. En 1998 empecé a leer La hora del Lobo de Federico Campbell en revista Milenio y descubrí Todo lo de las focas y Tijuanenses. Aquella norteñidad olía distinto. Lejos estaba aún el boom de Coahuila y el uso de Ciudad Juárez como trade mark. La blogósfera y Nortec estaban a punto de irrumpir, pero en 96-98 aún vivíamos en otro mundo. Publicar significaba necesariamente tinta y papel. No había barbones con lentes y camisa de cuadros ni se ponía de moda ese tonito irónico tan machacado.
Hace unos días releí Banquete de Pordioseros de Roberto Castillo. Creo que si una herencia ha dejado Yoremito es él. Morros y no tan morros de muy diversas trincheras culturales reconocen en Roberto una suerte de inspirador, padrino, mentor o coach. Leo el banquete pordioseril y aquello me sabe Playas de Tijuana. Me sabe a caguamas del medio día que aún no debían competir con cerveza artesanal, a discos compactos que aún eran objeto del deseo, a dudas y expectativas por el cambio de milenio que se avecinaba. Me sabe a un mundo que se aleja. Extraño esa forma de norteñidad.
Sunday, January 25, 2015
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