Encarnada en algún abismo bien profundo del subconsciente yace una canchita chutagolera de jugadores azules y amarillos que patean una bola de migajón cuando aplastas su cabeza. Porterías de redes agujeradas, goleadores de pata rota. Anoche había zonas baldías de pasto quemado y una superficie panda sobre la que jugaron Chivas y Necaxa. Después tocó el turno a Tigres contra Cruz Azul y aquello sí fue un juego en regla con contragolpes y pases triangulados. 0-2 se puso arriba el celeste en una típica tarde de hecatombe volcanera. El descuento lo anotó rematando un tiro de esquina un defensa de pata quebrada de apellido Gordillo y no hubo tiempo para mucho más. Treinta años después, hay un partidito de Chutagol disputándose en la canchita de mis sueños.
Presagios y cuentas regresivas. Los inocentes pasos fatales rumbo al cadalso. La más ordinaria despedida, la tarde de modorra que antecede al Infierno; la sombra siempre oculta, en omnipresente acecho. Aún en tu cuadro de cariñitos y sonrisas ella está ahí, reloj en mano, con la cuenta regresiva de los minutos, deshojados como una flor moribunda en otoño.
Otro escenario novelesco: la vieja revistería chatarra (¿se utiliza aún el término revistería?)Un tendajo donde hay libros de magia volkish, hechicería negra y blanca de mercadito pobre; libros de ovnis, nazis, templarios y conspiradores; un manual de urbanidad y buenas maneras de Carreño, un recetario sexual de los setenta y un kamasutra de bajo presupuesto. Una cofradía de parias y teporochos con complejo de contadores de historias estilo Decamerón se reúnen en la vieja revistería. El último librero murió mucho después de la muerte del último lector. Los últimos escribidores –en cambio- siguen viviendo y aspiran a reproducirse publicando sus desvaríos en tapas de cartón. En la calle no queda mucho más. Moscas, ratas, urracas carroñeras y cosas así.
Wednesday, December 31, 2014
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