Las islas suelen cambiar de traje conforme va avanzando el día. Tienen también varios vestuarios para cada estación del año. Cuando los vientos santaaneros se toman en serio su papel de barrer hasta la última nube, las islas amanecen en impúdica desnudez. Desde la lejanía puedes apreciar los contornos de los peñascos en duelo eterno contra las olas, los colores de las plantas, las estrías en su espalda de roca. Islas sin sábana de nubes ni gota de maquillaje.
En cualquier caso, los días de islas desnudas suelen ser los menos. En una mañana cualquiera la persiana de bruma juega a ser aliada del horizonte y las islas optan por el teatro de sombras. Frente a ti solo hay siluetas, trazos prófugos de un paisaje impresionista.
Cuando las tardes se tornan fantasmales, las islas son tan solo intuiciones, sombras de monstruos emergiendo de los abismos oceánicos. El horizonte hace trampas y juega bromas pesadas, pero las sombras siguen ahí, en acecho permanente. La tarde oscura agoniza en el vientre del océano y tus ojos se aferran a unas bestias cada vez más cercanas a la costa.
Cuando la niebla es ama y señora (inflexible tirana invernal frente a cuyo régimen totalitario no hay resquicio de resistencia) las islas simplemente desaparecen. Acaso optan por exilios temporales o repentinas fugas. De ser intuición pasan a ser recuerdo. Las islas son cuerpos de vapor que se han diluido en el horizonte, mundos de leyenda tragados por el océano. Las islas como Atlántidas que acaso nunca existieron, mentirosas nostalgias por lo nunca ocurrido. Las islas se han ido o acaso nunca estuvieron.
Thursday, December 04, 2014
<< Home