La escena de horror de esta semana que termina, son los letreros en las casas de cambio anunciando un dólar por encima de la barrera de los doce pesos, mientras vemos en la pantalla los rostros de angustia de los ejecutivos de Wall Street. Focos rojos se encienden en las bolsas del mundo entero. Ese jinete apocalíptico tan temido llamado recesión no estaba muerto. Tan solo dormitaba. Los expertos piden calma, pero la intranquilidad se respira en el ambiente. Y mientras los bajacalifornianos nos preparamos para sacar agua del pozo y demostrarle una vez más al mundo que no hay crisis que aguante 16 horas de trabajo y que tenemos maestría en superar recesiones, el planeta entero da muestras de estar simplemente harto. Lo que se vive en Madrid con los Indignados, en Londres con sus revueltas callejeras o en México con el grito desesperado de Javier Sicilia no son casualidades. Hay algo que hermana a estos espontáneos movimientos: el hartazgo total, el hastío, la falta de fe, la incredulidad hacia todo lo que huela a político. Quienes gobiernan simplemente no han sido capaces de garantizar la seguridad del ciudadano y la estabilidad económica. Lo único que queda por pensar es que hay un modelo político y económico agotado, que urge una transformación desde las raíces, una transformación orquestada por los ciudadanos, pues los gobernantes del mundo no parecen ser capaces de transformar nada. Por lo pronto, en lo que la macroeconomía mundial juega a los dados con nuestro futuro, hay pequeñas grandes revoluciones en nuestra vida cotidiana que nosotros mismos podemos orquestar: Una es no gastar lo que no se tiene y dejar de jugar con el dinero de aire, que es lo que nos ha sumido en esta crisis. Otra es dejar de basar nuestra idea de triunfo y confort en el consumismo desmedido y en la adquisición de bienes materiales innecesarios a costa de deudas impagables. Pero si de verdad queremos orquestar un cambio, hagamos al menos una pequeña acción al día a favor del desfavorecido. Gran responsable del naufragio de este sistema, es el culto al individualismo egoísta y la única forma de derrotarlo es ponerse, al menos de vez en cuando, en los zapatos del otro.
Friday, August 12, 2011
La escena de horror de esta semana que termina, son los letreros en las casas de cambio anunciando un dólar por encima de la barrera de los doce pesos, mientras vemos en la pantalla los rostros de angustia de los ejecutivos de Wall Street. Focos rojos se encienden en las bolsas del mundo entero. Ese jinete apocalíptico tan temido llamado recesión no estaba muerto. Tan solo dormitaba. Los expertos piden calma, pero la intranquilidad se respira en el ambiente. Y mientras los bajacalifornianos nos preparamos para sacar agua del pozo y demostrarle una vez más al mundo que no hay crisis que aguante 16 horas de trabajo y que tenemos maestría en superar recesiones, el planeta entero da muestras de estar simplemente harto. Lo que se vive en Madrid con los Indignados, en Londres con sus revueltas callejeras o en México con el grito desesperado de Javier Sicilia no son casualidades. Hay algo que hermana a estos espontáneos movimientos: el hartazgo total, el hastío, la falta de fe, la incredulidad hacia todo lo que huela a político. Quienes gobiernan simplemente no han sido capaces de garantizar la seguridad del ciudadano y la estabilidad económica. Lo único que queda por pensar es que hay un modelo político y económico agotado, que urge una transformación desde las raíces, una transformación orquestada por los ciudadanos, pues los gobernantes del mundo no parecen ser capaces de transformar nada. Por lo pronto, en lo que la macroeconomía mundial juega a los dados con nuestro futuro, hay pequeñas grandes revoluciones en nuestra vida cotidiana que nosotros mismos podemos orquestar: Una es no gastar lo que no se tiene y dejar de jugar con el dinero de aire, que es lo que nos ha sumido en esta crisis. Otra es dejar de basar nuestra idea de triunfo y confort en el consumismo desmedido y en la adquisición de bienes materiales innecesarios a costa de deudas impagables. Pero si de verdad queremos orquestar un cambio, hagamos al menos una pequeña acción al día a favor del desfavorecido. Gran responsable del naufragio de este sistema, es el culto al individualismo egoísta y la única forma de derrotarlo es ponerse, al menos de vez en cuando, en los zapatos del otro.
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