Ramiro Padilla Atondo
Ilcsa Ediciones
Por Daniel Salinas Basave
La Muerte estaba ahí, blanca, en la silla, con su rostro, sentada en la primera página y en cada párrafo de los relatos del ensenadense Ramiro Padilla Atondo. Acaso las palabras que pedí prestadas a José Revueltas del “Luto Humano” sean la carta de presentación necesaria para encarnar la esencia de “Esperando la Muerte y otros relatos”. Ramiro Padilla traza su mortuoria cartografía literaria desde la primera frase: “He determinado que mi existencia se acerca de manera inexorable a su fin y a diferencia de otros, he decidido esperarla en forma lenta y jubilosa”. La tanatología literaria de Padilla deja por sentada su declaración de principios. Aquí no resta más que esperar a que la Niña Blanca se meta una noche en la cama. Cuando la Muerte se transforma en primer actor del gran teatro familiar, es ella quien escribe y condiciona los diálogos del libreto. Los relatos del ensenadense parecen abrevar de una tradición tanatológica creadora de seres que, en su espera de la Muerte, acabaron por ser inmortales como el Ivan Ilich de Tolstoi. Inevitable pensar que estos relatos amamantan néctar mortuorio de una Addie Bundren agonizante, mientras su hijo se concentra en la tarea de serruchar la madera con la que fabrica su ataúd. Pero basta ya de odiosas comparaciones. Sí, apuesto doble contra sencillo a que Padilla leyó a Faulkner, pero la verdadera influencia de este libro, la semilla que dio origen a estos relatos, no es As I Lay Dyng, sino las conversaciones de familia y la vivencia personal del autor. Hay una fuerte dosis de intimidad en esta narrativa y los libros íntimos fungen, casi siempre, como libros exorcismo. El origen de este libro, dice Padilla, es una conversación con su padre en una noche de invierno. Hay relatos- demonio cuyo único exorcismo posible es transformar la obsesión en tinta. De no hacerlo, los demonios se quedarán a vivir dentro de nosotros. Imagino a Ramiro, poseso de sus espectros, consumando el exorcismo mientras escribe desesperado en la vieja computadora de su hija ante la mirada atónita de sus familiares. Hay historias que no pueden esperar a mañana. Un hombre se ha sentado a esperar la Muerte en una silla de ruedas que no necesita. El hombre puede caminar, pero ha decidido voluntariamente transformarse en inválido y la única función de su existencia, es esperar sentado a que acabe, compartiendo con su mujer noches de lúgubre alcoholismo. El hombre en la silla de ruedas aguarda, pero toda familia, diría Hellinger, es un sistema y la narrativa de Padilla salta entre las miradas del complicado engranaje sistémico de quienes contemplan a ese hombre destruirse en silencio. Lo que inicia como una partida ajedrecística entre hermano mayor y menor, se desdobla en las miradas contrastantes de la cuñada, la hija y el sobrino, seres cuyo nombre es el rol que desempeñan en el gran sistema familiar cuya constelación es la agonía del hombre de la silla de ruedas. De hecho, un rasgo característico en la narrativa de Padilla Atondo es la ausencia de nombres propios. Aquí, salvo por el malandro Rigoberto de “El Descanso”, no hay una María o un Pedro, sino el Abuelo, la Madre, el Hermano Mayor. Los personajes de los cuatro relatos de Padilla existen en la medida que juegan un rol en la familia, como si fuesen todos integrantes de un mismo cuerpo en descomposición. Cada cierto tiempo irrumpe el nombre de Dios o Jesucristo, como si fuese el único ser nombrable en la gran constelación familiar. Los demás son, si acaso, X y Z, como sucede en el inquietante relato “De cómo mis hermanos se convirtieron en fantasmas” donde el narrador se refiere al progresivo “espectrismo” que afecta a dos de sus hermanos nombrados con letras, cuyo camino de vida se va torciendo por detalles en apariencia intrascendentes. Bajo la misma atmósfera de tanatología familiar, “Un funeral” bucea profundo en el drama del ser querido muerto en manos del crimen, una escena de terrible y escalofriante actualidad en el México de hoy. ¿Cuántas familias estarían viviendo esa pesadilla en el momento que Padilla escribió su cuento? No es lo mismo perder un familiar víctima de una enfermedad terminal, que saberlo torturado por sus secuestradores. Impotencia, odio, sed de venganza cual demonio omnipresente, danzan sobre el ataúd donde yace el cuerpo lacerado. El cuento final, “El Descanso”, es la historia del camino de podredumbre que casi cual libreto sigue ese vecino malandro que hay en toda colonia. Es tal vez hasta esta última historia donde se puede leer una dosis de lenguaje callejero fronterizo, aunque sin caer jamás en el exceso. De hecho el lenguaje de Padilla es de una sobriedad casi neutra y su estructura narrativa no apuesta por demasiadas complejidades. Lo suyo es contar una historia y contarla bien con elementos que por momentos parecen de una extrema sencillez. Si bien Ensenada está presente y es mencionada, el entorno no condiciona a los personajes. Dado que es una historia de profundidades ontológicas y no una historia de calles o tribus sociales, los personajes podrían ser encuadrados en cualquier sitio y acaso en cualquier época. En ese sentido, Padilla hace pedazos los clichés que los críticos marca “Tenochtitlán” han enjaretado a la narrativa norteña o fronteriza. De hecho, hormonalmente Padilla parece ser más un pariente de los narradores rusos del Siglo XIX, que de los creadores fronterizos, tan obsesionados con el spanglish y la vida nocturna.
“Esperando la Muerte y otros relatos” es posiblemente el primer tratado narrativo de tanatología escrito en Baja California, un ejemplar bastante atípico de literatura “constelar” en el sentido hellingeriano de la palabra. Acaso este libro sea un conjuro exorcista o tal vez desempeñe el rol del cigarro que fumamos afuera de una funeraria en una noche fría, sin reparar en que fumando esperamos nuestra propia Muerte mientras se consume la última brizna de ceniza.