Hace algunos años, el escritor Luis Humberto Crosthwaite me invitó a una limpia de su biblioteca. Luis Humberto tenía saturados al máximo sus libreros y decidió deshacerse de unos cuantos ejemplares. De aquella purga yo salí beneficiado con más de 20 libros entre mis brazos que Luis Humberto amablemente me regaló, algunos en verdad muy buenos. Aquella vez pensé que lo hecho por el narrador de Playas de Tijuana sería algo que jamás me sucedería a mí. ¿Deshacerme de un libro yo? Ni pensarlo. Los libros son objetos sagrados y cada uno ocupa un espacio insustituible en mi biblioteca. Bueno, eso ocurrió hace seis o siete años. Hoy estoy a punto de hacer lo mismo que un día hizo Luis Humberto. El problema se llama espacio. Mi biblioteca está a reventar y en los libreros, he de confesarlo, hay varias decenas de ejemplares que no leeré nunca. Sí, es triste, hay libros que han habitado en nuestro hogar durante años y que están condenados a vivir en soledad, en el frígido y virginal desamparo de no poder consumar nunca el milagro literario que se produce al ser leídos. Debe ser muy triste que a un libro mío le pasara eso, pero son riesgos que se corren y asumo que alguna vez alguien lo decidirá. Por mi parte, creo que ha llegado el momento de regalar o donar algunos ejemplares que ocupan un valioso rincón en mi librero.
TROMPO
Escribo desde un pupitre escolar refundido en alguna esquina del Museo del Trompo. Escribo desde las entrañas mismas del un gran Axolote tijuanense, un descomunal anfibio que si bien se ha desarrollado considerablemente, sigue siendo un ser incompleto. Desde que empecé a reportear en Tijuana, hace ya más de una década, escuchaba hablar del Museo del Trompo. Actos, colectas, polémicas y discusiones en torno a un proyecto siempre embrionario. Pero Tijuana está llena de embriones y primeras piedras y tal vez el centro de convenciones haya intentado nacer más veces que el Trompo. El lugar que veo esta mañana es real, cierto, pero aún tiene cara de promesa, de capítulo de la historia de lo que puede ser pero no es aún. Del techo cuelga un planeta de cartón sobre el que hay un árbol gigantesco. Al verlo pensé que se trataba del asteroide de El Principito y si bien la figura del baobat casi coincide con los dibujos de Saint Exupery, lo cierto es que el planetita de Le Petit Prince no tenía continentes parecidos a África y América por donde pululan arañas, estrellas marinas y donde me parece descubrir un antílope impala. Suenan rolas de los 80 en versiones bossanovescas soft (easylover) para amenizar el Día de Reyes. La rosca y el chocolate están de más en un estómago que ha soportado ya demasiados pecados decembrinos. El Día de Reyes es la última cola de un ciclón de fiestas y posadas, el último grito contra la impuesta austeridad de enero. A mi alrededor hay también personajes de la Independencia y la Revolución en colores psicodélicos. Desde aquí descubro a Aquiles Serdán y a Victoriano Huerta, a Mariano Abasolo y a Don Porfirio. ¿Traeré aquí a Iker algún día? ¿Se divertirá? Desde un tiempo para acá, los niños y el mundo infantil existen en mi vida y en cualquier situación trato de imaginar cómo reaccionaría Iker.