La lectura que le da la bienvenida al 2011 es Verano de Coetzee. ¿Por qué estoy leyendo al sudafricano? Por violar mis propios principios de rechazo a críticos y encuestas. Verano fue designado, por una sólida y calificada encuesta realizada por el diario El País y Babelia, como el mejor libro del 2010. En la lista de los diez mejores destaca Blanco Nocturno de Ricardo Piglia (de lo mejor que yo leí en el año y que como todo lo de Piglia es alucinante) Dublinesca de Vila-Matas (pariente hormonal de mi Réquiem por Gutenberg) El sueño del Celta de Vargas Llosa (que de entrada me está poniendo cara de decepción) y un poemario de José Emilio Pacheco que no he leído y al que le llueven flores. Aunque por tradición religiosa siempre mando al carajo las encuestas y los top 10, ahí va Daniel de borrego curioso a buscar a Coetzee y vaya sorpresa, pues debo admitir que hasta ahora el sudafricano le está dando la razón a los críticos. Digo, no se si sea el libro del año y si sea mejor que Piglia, pero la verdad es que Verano es muy buen libro y como experimento narrativo me parece original e innovador.
Los escritores son (¿somos?) tipos terriblemente ensimismados, egocéntricos incurables. Todos los escritores acaban escribiendo su autobiografía y eso es exactamente lo que está haciendo Coetzee. Lo interesante es que en esta autobiográfica ficción, un hipotético biógrafo realiza una investigación sobre el recientemente fallecido escritor John Coetzee y entrevista a algunas de las mujeres que lo conocieron en la juventud. De hecho, salvo por unas breves notas, el libro se concentra en las entrevistas. En la ficción, el narrador de la autobiografía no es Coetzee, sino sus mujeres, aunque en realidad Coetzee está bien vivo y él se encargó de poner voz a sus amantes, lo cual podría parecer el colmo del egocentrismo, de no ser porque el narrador se atreve a sostener, en boca de una de las entrevistadas, lo malo que es en la cama, algo que a muchos hombres nos costaría reconocer. No he llegado a la última página, pero ya puedo afirmar que Verano es bueno.
Pero si de delirios autobiográficos hablamos, qué me dicen de Auster, mi non plus ultra americano. En los últimos tres días del 2010, a un costado del Cristo Kitch, releí Ciudad de Cristal, primero de la Trilogía de Nueva York y volví a reparar en lo profundamente austeriana que es mi vida o mi concepto de ella.
El lunes pasado, en una entrevista de radio, mi colega Esparza Carlo me preguntó cuáles son los libros que han marcado mi vida. Siempre me cuesta responder, porque eso depende de la época en que fueron leídos. Respondí que de niño me fascinaban Asterix, los caballeros medievales, los piratas y los vikingos (a estos últimos no los superé nunca y el Martillo de Thor tatuado en mi hombro y colgando de mi omnipresente collar es la prueba de ello) Que un día del verano de 1986, a los doce años, empecé a leer Demian de Herman Hesse y mi vida cambió (aunque hoy me parezcan libros de adolescentes) que en la prepa-universidad fui por igual devoto de Milan Kundera y Carlos Castaneda, que jamás dejé de leer novela de la Revolución y considero al postrevolucionario José Revueltas la más feroz, cruda y alucinante prosa que ha nacido en México, si bien mi Maestro tallerista, el único que me ha enseñado algo en lo que a desparramar letras se refiere, se llama Rafael Ramírez Heredia. Que Mario Bellatín (que por una semana previa al 9/11 fue mi maestro) tiene libros que me fascinan y libros que aborrezco. Dije que si tuviera que nombrar un escritor-deidad, nombraría sin duda a Borges y su Aleph, pero si hay una novela que por diversas razones (no todas ellas literarias) ha sido una suerte de obsesión en mi vida, es Sobre héroes y tumbas de Ernesto Sábato, cuyos escenarios en Buenos Aires he recorrido como frenético buscador de no sé qué fantasmas. Que considero a Roberto Bolaño lo más sobrevalorado e inflado del mundo (el rey va desnudo con los harapos de una prosa del montón y nadie se ha dado cuenta), pero si tuviera que nombrar los escritores vivos de mi edad adulta que son compañeros casi omnipresentes, nombraría sin duda a Ricardo Piglia y a Paul Auster. Nunca me han fallado. No deja de ser paradójico que sea un estadounidense uno las faroles literarios de mi vida (Poe es otro), pero mi vida está llena de momentos austerianos. Aleatoriedad e historia de lo que pudo haber sido son conceptos que me obsesionan. La infinita, constante y cercana posibilidad de ser otra persona, de transformarte en aquello que jamás podrías ser (¿qué tan gruesas son las barreras psicológicas, económicas y sociales que me apartan de convertirme en un indigente?) Bueno, en realidad no dije todo eso. Creo que mencioné lo de Hesse en la adolescencia, lo de Kundera, lo de Borges y Sábato y también dije que el día que me muera, habrá un libro cerca de mí.
Por cierto, ya está en mis manos, aún cerrada, Sunset Park, la nueva novela de Paul Auster. Toco el libro y siento la vibra y la energía que fluye a través de las grandes novelas, de esa tinta mágica que amenaza con transformarse en tatuaje. Perdón, pero quien esto escribe es un austeriano incurable.
Por cierto, casi olvido lo entretenido que estoy leyendo una historia de AC/DC