Eterno Retorno

Saturday, January 08, 2011



El mundo que leyó el Washington Post en 1973 no se parece mucho que digamos al que recibió en 2010 las filtraciones de WikiLeaks. Watergate fue un terremoto político. WikiLeaks es un reality show.

El gran público de WikiLeaks está demasiado acostumbrado al escándalo mediático y necesita de él para entretenerse. La cultura del paparatzi, de la mentira descubierta, del ciudadano sorprendido in fraganti en medio de hechos bochornosos, satura los medios informativos hasta la indigestión. La cuestión es que para el gran público no parece haber diferencias significativas entre la infidelidad matrimonial de un político, la noche de juerga de un futbolista o una masacre de civiles en Medio Oriente. Lo que disfruta inmensamente es el escándalo en sí, pero sin demasiada capacidad de sorpresa o indignación por sus consecuencias o implicaciones. Coger con una prostituta de lujo costó el cargo al gobernador del Estado de Nueva York, aunque nadie pareció cuestionar demasiado de qué manera afectaba ese escándalo de cama a la vida de los neoyorkinos.

Si Julian Assange quiere trascender, lo mejor que puede pasarle es transformarse en mártir. Encarcelado por su ridículo escándalo sexual sueco, Assange gana más adeptos que estando libre. Si por alguna razón el australiano fuera asesinado, se transformaría en héroe de los tiempos modernos. Si, como pretende la mojigatería republicana marca Sara Pallin, Assange es encarcelado en Estados Unidos y sometido a pena capital, entonces habrían creado un mito del Siglo XXI. El mensaje que la represión de Assange daría al mundo, es que dentro de su cofre de secretos informativos hay verdaderas bombas cuya revelación quiere ser impedida a toda costa y que el corrupto imperio hará hasta lo imposible por silenciar a su delator. El problema es que si se trata de apostar, todo hace indicar que el sistema acabará por absorber a Assange y WikiLeaks se convertirá en un accesorio más de esa rentable contracultura, tan rebelde y “chick”, como una camiseta del Che Guevara en marca de diseñador. Sí, acaso veremos a miles de jóvenes en el mundo con imágenes de “Free Assange” y no veo lejano el día en que el australiano, con su libro-bomba bajo el brazo y su película hollywoodense en cartelera, emprenda una gira mundial de conferencias con boletos VIP a precios insultantes, souvenirs y firma de autógrafos. Después de todo, el nombramiento que le dio la revista Rolling Stone como Rockstrar del Año puede acabar por ser algo más que una ironía. En el gran reality show de la edad contemporánea, donde los actores llevan tatuada la marca espectáculo, fugacidad e intrascendencia, todo absurdo puede ser posible. En el fondo, la imagen de los esbirros encapuchados de un tirano secuestrando una imprenta a la media noche y la figura de un contestatario columnista encarcelado o asesinado por la dictadura, acaban por parecer un homenaje al periodismo. El tirano en cuestión concede a ese papel con tinta la personalidad de un arma y le teme. El tirano padece noches de insomnio porque considera que ese papel tiene la capacidad de cambiar el mundo. Al quemarlo le está rindiendo un homenaje. El papel con tinta del Siglo XXI, multiplicado por millones y hasta el infinito en la pantalla, se esparce por el mundo en cuestión de minutos, pero el tirano no parece perder el sueño. Sabe bien que el público escandalizado olvidará pronto y pedirá a gritos el siguiente espectáculo, que puede ser el video de una sesión de tortura a cargo de sicarios del narco o la fotografía infraganti de un actor homosexual con su amante. Al final, en el gran reality show del Apocalipsis, hasta los cuatro jinetes acaban transformados en comediantes.