Eterno Retorno

Sunday, January 23, 2011



¿Por qué leer? La pregunta me la hacen a menudo. Esperan, obvia decirlo, una respuesta políticamente correcta, algo así como que leer te hace una mejor persona; más culta, más preparada y por eso mismo más competente. Desearían escuchar que la lectura en mí es una gimnasia neuronal, una especie de gym del intelecto para evitar la atrofia de la mente. Y sí, a lo mejor todo eso es cierto, pero yo no leo por eso. La intención real de la pregunta es ¿para qué lees? Y la respuesta a un “para qué” es un desolador “para nada”. El “para” busca consecuencias lógicas, prácticas. Esperarían escuchar algo así como “leo para adquirir más conocimientos y así obtener un mejor ingreso”. Tal vez por ello me cuesta un poco de trabajo convertirme en un promotor de la lectura, pues para promover necesitas dar razones prácticas. Lo primero que la gente espera del promotor, es que presente a la lectura como un medio, como un puente o un camino para llegar hacia algo. La lectura como un proceso (para algunos tedioso e incómodo) para alcanzar un determinado fin. Eso aplicaba para mí en el caso de las ecuaciones de matemáticas o las fórmulas de química. Las aprendía o intentaba aprender “para” pasar el examen, aprobar la materia y olvidarlas para siempre al día siguiente. Mi fugaz aprendizaje de geometría analítica en la prepa tuvo un fin muy concreto: quitarme de encima esa materia por el resto de mi vida. Los promotores políticamente correctos de la lectura hacen de ella un puente o camino y se olvidan de lo fundamental: La lectura es un fin en sí mismo. Cada página es el final y es la meta. ¿Por qué leo? Por la misma razón por la que un niño o adolescente juega videojuegos o se masturba con sus revistas porno. Leo porque leer me genera placer y evasión inmediata Confieso que profeso un desprecio sacramental a la cultura de los videojuegos, pero admito que mi propia imagen leyendo abstraído del mundo, no es muy distinta de la imagen de un treceañero absorto y embobado con los controles en la mano. Al final de cuentas buscamos lo mismo: una evasión y un placer instantáneo.

La gente que lee libros de superación personal o cursilería new age a lo Paulo Cohelo busca respuestas concretas. Esos lectores buscan que el libro sea el trasmisor de una receta de vida, que les de las claves para ser mejores y transformarse. Yo cuando leo nunca busco respuestas, sólo busco placer y sin embargo…casi siempre encuentro respuestas. Cuando leo a Borges o a Paul Auster no busco en ellos alguna fórmula mágica aplicable a mi vida, pero con mucha frecuencia, en medio de un párrafo, me toma por asalto una revelación, una idea que contiene las claves de mi existencia. A veces la subrayo, la releo, le anoto algo al margen, pero casi siempre la dejo pasar. Hay un autor que a miles de kilómetros de distancia o muchos años antes de mi nacimiento, en un entorno geopolítico y social contrastante, pensó y se obsesionó por una idea que después me obsesionó a mí.

Releo la obra tardía de Borges, la que escribió (o más bien dicho dictó) en sus últimos ocho años de vida, ciego, célebre y octagenario. Lo más célebre de Borges suele ser El Aleph, Ficciones y todo lo que escribió en el fértil periodo de los cuarenta, pero poca gente se acuerda de Atlas, de La Cifra, de Nueve Ensayos Dantescos o la brevísima Memoria de Shakespeare. Libros de senectud. A veces trato de imaginarme si me sería posible crear un texto en la mente y luego dictarlo. Creo que para lograr la metamorfosis de la idea en palabra escrita, es esencial que yo tome la pluma o el teclado. Sí, muchas veces he dictado notas para la radio o para subirlas a la página de internet de un periódico, pero dictar un ensayo entero o un poema, requiere una suerte de conexión extrasensorial con la persona que toma los apuntes. Pero bueno, más allá del tema de la ceguera de Borges, lo que me obsesiona, valga la redundancia, son sus obsesiones. Los fantasmas que persiguen a un escritor suelen vivir una larga vida y fortalecerse con la vejez. Los fantasmas que habitaron en Borges desde su niñez, estuvieron a su lado hasta los 86 años. Los espejos, los laberintos y los tigres están ahí, fieles y omnipresentes. También está el “otro”, el doble y es ahí donde ese hijo burguesito de mamá, que odiaba el futbol y guardaba distancia del sexo, tiene un punto de conexión con mi vida. Creo que si hay una obsesión infantil que me hace borgeano es la del doble. Desde muy niño imaginaba que había o podía haber otro Daniel. Por alguna razón el asunto me aterraba. Recuerdo un capítulo de Hulk en donde David Banner se encontraba consigo mismo y el asunto me pareció la más escalofriante pesadilla (el dilema de la otredad borgeana también habita en las series chatarra) Durante mi infancia, vivió en mi la certeza de que las personas podían ser suplantadas, como si una especie de espíritu tomara su forma. Era como si mi mamá con su cara, su voz y su cuerpo, de pronto fuera secuestrada y usurpada por otra persona. A los ocho o nueve años de edad la idea me obsesionaba. Borges se encuentra al otro Borges a la orilla del Charles River entre Boston y Cambridge (un río por el que yo he paseado y donde alguna vez imaginé encontrar al otro Daniel) o Borges se encuentra a otro Borges más anciano hospedado en un hotel de Adrogué. Al llegar a la recepción lee su nombre anotado con su inconfundible letra en el libro de registro. Sube a la habitación y ahí está él, pero veinte años más viejo. Borges ve a morir al Borges anciano. El Tiempo, esa obsesión compartida. El Tiempo y su relatividad, el Tiempo y su naturaleza fugaz, huidiza, eternamente prófuga. Al ver a Iker jugar en el parque vuelvo a sorprenderme y a fascinarme por el misterio inaprehensible del Tiempo. Alguna vez me ha sucedido que al ver a un anciano en soledad en alguna plaza me llega como destello de luz divina la idea de que ese puedo ser yo. Lo mismo me ha pasado al ver a un niño. Acaso cuando yo tenía la edad de Iker había un adulto que era Daniel, treinta años después, contemplándome mientras jugaba.
Un escritor se compone de tres o cuatro obsesiones tercas y redundantes que lo acompañan en cada instante y en cada párrafo y es en esas obsesiones donde encuentro respuestas.