Eterno Retorno

Tuesday, November 02, 2010





Las carabinas de Cristo Rey

Por Daniel Salinas Basave

La fe mueve montañas y también dispara cañones. Cuando el “factor Dios” se inmiscuye en la guerra, la crueldad humana alcanza niveles superlativos. Aunque casi siempre hay asuntos económicos de por medio, Dios suele ser el pretexto perfecto para matarse y en su abstracto nombre han sido inmolados millones de cuerpos reales. Así, al grito de “Deus Vult” (Dios lo quiere) pronunciado por “Pedro El Ermitaño” y el Papa Urbano, decenas de miles de humildes labriegos abandonaron sus parcelas para lanzarse a la conquista de Jerusalén en el año 1095. Podríamos hablar de las matanzas en la guerra de Contrarreforma del Siglo XVI, la Noche de San Bartolomé o incluso el derrumbe de las Torres Gemelas el 11 de septiembre, pues después de todo, la inspiración de Mohamed Atta y su comando terrorista de Al Qaeda, fue el “siempre piadoso” Alá. En nombre del dios del monoteísmo, sea hebreo, cristiano o musulmán, la raza humana se ha matado a través de los siglos y nada indica que el baño de sangre vaya a detenerse. Para bucear profundo en las llagas sangrantes de este tema, se recomienda el artículo “El Factor Dios” de José Saramago, publicado en el diario El País de España en septiembre de 2001. Hoy, en Mitos del Bicentenario, nos concentraremos en hablar de la Guerra Cristera, esa carnicería demente que tapizó de cuerpos las llanuras y cerros del Bajío y el Occidente mexicano en plena era del “próspero” y “pacífico” nacionalismo revolucionario. La Guerra Cristera es un tema incómodo como pocos para la historia oficial. Para los declamadores patrioteros y los historiadores de quincena, la Revolución es una gesta que acaba con un “colorín colorado, fueron felices para siempre bajo el priiato” y después de 1920 todo marchó sobre ruedas en la pujante nación tricolor. Para ellos nunca ha sido cómodo aceptar que de 1926 a 1929 se vivió un conflicto armado cuyo costo en vidas humanas es equiparable al sufrido en los años más crudos de la Revolución en 1914 y 1915. Vaya, en este país aún sobreviven muchas personas que vivieron en carne propia el horror de esta guerra, cuya engañosa paz se firmó hace 81 años, aunque nada se habla de eso en los discursos de asamblea. Tan incómodo resulta este tema para el oficialismo, que al historiador francés Jean Meyer le costó la aplicación del Artículo 33 en tiempos de Díaz Ordaz por haberse atrevido a inmiscuirse en asuntos nacionales escribiendo una obra como “La Cristiada”, el texto fundamental para entender y dimensionar este conflicto. “Este odio venía de lo más lejano y lo más bárbaro. Era el odio de Dios. Dios mismo estaba ahí apretando en su puño la vida, agarrando la tierra en¬tre sus dedos gruesos, entre sus descomunales dedos de encina y de rabia”. Esta prosa furibunda encarna la esencia de la Guerra Cristera. No es el “God hates us all” de Slayer, sino Dios en la Tierra, de José Revueltas, a mi juicio el más desgarrador y genial cuentista mexicano. En este cuento, Revueltas nos narra la historia de un profesor rural que es empalado por los cristeros por atreverse a dar agua a los sedientos federales. En esta narrativa de daga afilada yace la esencia de la Cristiada. El grito de “Viva Cristo Rey” hizo eco en los Altos de Jalisco, en las llanuras guanajuatenses, en las sierras de Querétaro y Zacatecas, cuando carabina al hombro, una masa de campesinos mexicanos salieron a pelear por defender su religión, amenazada por el jacobinismo callista. Una guerra de fanáticos e intolerantes donde la razón fue sepultada muchos metros bajo tierra. Porque fanáticos como inquisidores fueron Calles, “El Gordo” Morones y Joaquín Amaro, que llevaron su anticlericalismo al nivel de dogma. Vaya, no parece muy racionalista fusilar a un soldado por el delito de cargar un rosario, como hizo Eulogio Ortiz con uno de sus subordinados, ni incendiar iglesias con el cura adentro, como ordenaba el deicida gobernador tabasqueño Tomás Garrido Canaval, cuyo odio a los católicos alcanzó niveles de barroquismo. Pero tampoco se trata de hacer de los cristeros abnegados mártires que murieron devorados por los leones del coliseo callista mientras elevaban plegarias al cielo. Con todo y la beatificación del Padre Agustín Pro y la bendición del Vaticano, no se puede olvidar que los soldados de Cristo Rey tampoco se tocaban el corazón para asesinar y saquear piadosamente, aunque su general en jefe, Enrique Gorostieta, no fuera paradójicamente un católico recalcitrante dispuesto a morir por su Dios, sino un masón agnóstico que trabajaba por contrato y que vio en la Cristiada su oportunidad de alcanzar un tajo de poder. Empeñado en reelegirse en la presidencia, Álvaro Obregón buscó a toda costa ser el mediador para alcanzar la paz, pero las balas de León Toral, bendecidas por la Madre Conchita, truncaron sus ambiciones. José Vasconcelos, que ya veía la inminencia del fraude electoral que cometerían en su contra los esbirros de Pascual Ortiz Rubio, vio en la tropa cristera la fuerza que podría llevarlo al poder cuando llamara a las armas para hacer respetar los comicios, pero para su mala fortuna la paz se firmó poco antes de las elecciones. El presidente títere Emilio Portes Gil, el embajador estadounidense Morrow y los enviados del Vaticano negociaron la paz. Después de tres años sin celebraciones eucarísticas, los templos fueron reabiertos y como suele suceder en México, se hizo como que no pasaba nada. El alto clero mexicano había mantenido una cómoda y simulada distancia que le evitó la fatiga de derramar la sangre y los más de 250 mil muertos que dejó esta guerra (según La Cristiada de Jean Meyer) fueron tragados por la tierra y el olvido oficialista, para dar paso a la etapa de la simulación y la hipocresía en la siempre espinosa relación entre el César revolucionario y Dios.