Es una región límbica, ubicada siempre a unos metros del Pacífico, en la inmensidad lineal de esa franja llamada carretera escénica. Esa región se llama “Baja”. No Baja California, ni Tijuana, ni Ensenada o Rosarito. No, se llama simplemente “Baja” y ahí no se habla español. En esa región habitan seres que las más de las veces andan arriba de los 60 años y por ende, tienen alguna que otra cosa que contar. Sí, tienen historia o algo de historia, sin duda anécdotas zeppelianas de la floral california del 69 y hoy (diría Eskorbuto) el aburrimiento es el orden del día y contra él no sirven, las aspirinas. Eso sí, la vista al mar es imprescindible en sus hogares, pues junto a él la vida suele ser considerablemente más sabrosa, (y lo helado no le quita la sabrosura). Sí, al menos en algo coincidimos, aunque me parece que los gustos literarios y la interpretación de la Historia no están dentro de esa galería de afinidades.
Estos días empiezo a caer en la cuenta de que el tiempo no va alcanzarme. Se va a acabar, como se acaba una carretera, como se agota en un par de minutos el tiempo aire del celular, como un billete de 500 que es arena, como una botella de vino en una tarde de otoño.
De pronto, las lecturas se fueron acumulando en mi vida. ¿Es acaso que tengo menos tiempo que antes? ¿O es que he perdido una dosis de disciplina? Antes los libros marchaban por la vida de uno en uno o de dos en dos. Caía uno en tus manos, lo leías en una semana y venga el que sigue. Así, uno tras otro. Ahora las lecturas marchan en caóticos grupos de diez. Seis de Historia, dos oscuridades nórdicas, un ensayito y una novela improbable. Eso por no hablar de las quince revistas que yacen amontonadas en algún caótico rincón de nuestro hogar.
Una mañana cualquiera aceleras por la carretera inmerso en tus pensamientos y de pronto, así, sin más, te vas volando o te caes al vacío. Tu vida entera y tu castillito racional se desmoronan en un microsegundo. Una violenta irrupción de irrealidad te sacude. Imagínate la situación que quieras. Es una irrupción repentina, casi violenta, en cualquier caso mucho más veloz que tu capacidad de asimilación. O si quieres que el asunto sea un poco más gradual, paulatino, te hablaré de esa tarde en que conduces por la carretera de regreso a casa y de pronto te das cuenta que manejas por un lugar que no conoces. Si, manejas por una carretera desconocida. Nada en el entorno te es familiar, pero no te has dado cuenta del momento exacto en que desviaste el camino. Tratas de encontrar un retorno, pero no sabes exactamente a dónde retornar. Es una carretera extraña. Strange highways diría DIO. Y la vida entera está llena de carreteras extrañas. Dentro de una inabarcable inmensidad, has elegido un micropunto del Universo entero para pasear tu vida. Es ese entorno que consideras tu ciudad, o parte de tu ciudad, porque en realidad la urbe no llegas a dominarla jamás. Tijuana son unas cuantas avenidas que crees poder recorrer con los ojos cerrados y un caos inabarcable que está ahí, siempre al acecho. Toma un día una calafia al azar y piérdete, en un mundo que ha estado siempre ahí pero que te escalofriantemente desconocido. La frontera más cruzada del planeta, es un amontonamiento de mundos sobrepuestos. Sí, amontonados, pero ajenos.
Estos días empiezo a caer en la cuenta de que el tiempo no va alcanzarme. Se va a acabar, como se acaba una carretera, como se agota en un par de minutos el tiempo aire del celular, como un billete de 500 que es arena, como una botella de vino en una tarde de otoño.
De pronto, las lecturas se fueron acumulando en mi vida. ¿Es acaso que tengo menos tiempo que antes? ¿O es que he perdido una dosis de disciplina? Antes los libros marchaban por la vida de uno en uno o de dos en dos. Caía uno en tus manos, lo leías en una semana y venga el que sigue. Así, uno tras otro. Ahora las lecturas marchan en caóticos grupos de diez. Seis de Historia, dos oscuridades nórdicas, un ensayito y una novela improbable. Eso por no hablar de las quince revistas que yacen amontonadas en algún caótico rincón de nuestro hogar.
Una mañana cualquiera aceleras por la carretera inmerso en tus pensamientos y de pronto, así, sin más, te vas volando o te caes al vacío. Tu vida entera y tu castillito racional se desmoronan en un microsegundo. Una violenta irrupción de irrealidad te sacude. Imagínate la situación que quieras. Es una irrupción repentina, casi violenta, en cualquier caso mucho más veloz que tu capacidad de asimilación. O si quieres que el asunto sea un poco más gradual, paulatino, te hablaré de esa tarde en que conduces por la carretera de regreso a casa y de pronto te das cuenta que manejas por un lugar que no conoces. Si, manejas por una carretera desconocida. Nada en el entorno te es familiar, pero no te has dado cuenta del momento exacto en que desviaste el camino. Tratas de encontrar un retorno, pero no sabes exactamente a dónde retornar. Es una carretera extraña. Strange highways diría DIO. Y la vida entera está llena de carreteras extrañas. Dentro de una inabarcable inmensidad, has elegido un micropunto del Universo entero para pasear tu vida. Es ese entorno que consideras tu ciudad, o parte de tu ciudad, porque en realidad la urbe no llegas a dominarla jamás. Tijuana son unas cuantas avenidas que crees poder recorrer con los ojos cerrados y un caos inabarcable que está ahí, siempre al acecho. Toma un día una calafia al azar y piérdete, en un mundo que ha estado siempre ahí pero que te escalofriantemente desconocido. La frontera más cruzada del planeta, es un amontonamiento de mundos sobrepuestos. Sí, amontonados, pero ajenos.