El primer acto que realicé en los 90, concretamente en el primer segundo, fue un enceste. Vivíamos en aquel entonces en el Edo Mex, en la colonia la Herradura. En un enorme patio terraza teníamos montado un aro de básquet y en aquella gran fiesta de Fin de Año, pensé que la mejor y más original forma de iniciar una década era lanzando un tiro libre a las 00:00 horas. Aquella Navidad todos los parientes de Monterrey viajaron para pasar la Navidad con nosotros, los recién emigrados a México. Al momento de iniciar la década, mi hermano Adrián tenía trece días de nacido. Fue el diciembre de la invasión a Panamá y la Revolución en Rumania. La imagen de Noriega refugiado en la nunciatura apostólica y la de Ceacescu y su esposa recién fusilados acaparaban la pantalla en una época en la que presentíamos que el mundo no volvería a ser igual. La Historia, diría Fukujama, estaba llegando a su fin.
Viví el Mundial 90 en medio de unos catastróficos exámenes finales y aún así lo disfruté inmensamente. No estaba México y caían goles a cuentagotas, pero Roger Milla, Gascoine, Higuita, Canigia y Goycochea me hicieron pasar mañanas inolvidables. En términos académicos fue el peor año de mi vida.
Hablar de música, lo sé, es la tentación ineludible. Qué sería una época adolescente sin su música. El verano del 90 vieron la luz el Rust in Peace de Megadeth (este año Mustaine ha armado una gira de XX Aniversario) y el Seasons in The Abyss de Slayer, pero el verano del 90, fue, ante todo y sobre todo, el verano de La Polla Records. Aquella caótica y claustrofóbica tocada de la última carcajada de la cumbancha (Perpetua e Insurgentes), pudo haberse convertido en una notota roja de época con su portazo de antología. Ahora que lo pienso, faltó muy poco para que ocurriera una gran tragedia peor que news divine. Televisa se habría enterado de la existencia de la Polla, del LUCC y del movimiento punketo azteca. No por nada el Evaristo optó por parar cuando llevaban unas once rolas. Por fortuna alcanzaron a tocar No somos Nada. Al año siguiente, Eskorbuto en Tlalnepantla el día de mi cumpleaños, en la que a la postre sería la única tocada de los bilbaínos fuera de España en toda su decadente “historia triste”. Cuando pienso en la historia de Eskorbuto, en lo trágico de sus vidas, en ese poético escupitajo que son sus letras, me doy cuenta que ese prostituido concepto llamado punk, encontró su más auténtico y podrido néctar en la historia de este trío del otro lado del Nervión. En el 92 morirían Iosu y Jualma y yo podría dedicar este y mil post más a hablar de Eskorbuto, pero estamos hablando de una década y en aquel feliz 91-92 se aparecieron por Tlane Obituary, Kreator, Death, Sadus, Pestilence, Cannibal Corpse, Sepultura en pleno (los brasileños visitaron la tienda de discos donde yo jalaba) Nuclear Assault, Deicide y Sick Off It All (en esta tocada descubrí la infinita potencia del hard core de NYC) y los carniceros vegetarianos del Reino Unido, Carcass. Toda esa pléyade metalera pasó por Tlane y nadie me lo platicó. Nunca he vuelto a vivir tocadas tan salvajes como las de la Arena López Mateos de Tlane. Ahora que acudo al House of Blues de San Diego en donde hasta la tocada del más furioso thrash-core es políticamente correcta y baja en calorías como todo lo californiano, extraño los tiempos que entrabas a la Arena López Mateos con serias dudas sobre si saldrías vivo de ahí.
El 20 de noviembre de 1991 me tocó inaugurar Interlomas. El primer empleo en nómina de mi vida fue en discos Zorba de esa plaza. En el 91 fui por vez primera a Puerto Escondido y a Zipolite y abrí las blakeanas puertas perceptivas. En agosto del 92 volvimos a vivir a Monterrey y odié a mi tierra y a su mierdozo verano más que nunca. En el 93 mi primo Héctor y yo entramos a jalar como conductores en un programa de media noche en la radio y nos divertimos como enanos haciendo payasadas. Llegué a segundo semestre de Ciencias Políticas y me cambié a Derecho. Empecé a frecuentar el Esquizo y el Café Iguana. Unos noruegos con cara pintada empezaban a ganarle terreno al death metal, aunque en la radio sonaba fuerte el grunge y la gente me miraba como un abuelo anticuado cuando les hablaba de Maiden y Judas (y yo podría dedicar un post entero a defender la infinita superioridad del Heavy Metal sobre pearl glam y toda esa mierdoza cofradía de mugrientos malparidos en Seattle pero ya habrá tiempo)
El 94 fue el no va más, con la cruda del 1 de enero viendo los encapuchados en San Cristóbal y el colosiazo que me agarró en la cafetería de la escuela cuando me disponía a partir a celebrar el cumpleaños de mi tío Jos. Entré a trabajar a una librería, me estaba quemando entera la saga de Carlos Castaneda y Don Juan Matus y viajaba cuando podía a Real de 14, Zacatecas, Icamole y similares. En Navidad del 93 una novia me regaló unas Marteens que no me quitaba ni para dormir y mi pelo era largo, larguísimo y descuidado. En el 96 acabé la carrera, me fui a vivir a Groton Massachussets y en otoño di mi primer brinco por siete países europeos, incluido Islandia. El 18 de diciembre de 1996, en una peluquería de Nueva York, corté mi pelo después de cuatro años. Ese día empezó mi vida adulta. En el 97 fui moderador de un debate con los siete candidatos a la gubernatura de Nuevo León, empezamos a imprimir una revista mensual llamada Bitácora y después entré a jalar al Norte. El 98 fue el año que más vodka he bebido en mi vida. En el 99 me casé y dije adiós para siempre a Monterrey. Tijuana me esperaba. Fuimos de nuevo a Euruapan. El ultimo día del milenio y de la década pasé la mañana entera caminando por la playa tijuanera. La década que había iniciado lanzando una pelota a la canasta, llegaba a su fin y la despedimos, a las 11:59, de la mejor forma posible: cogiendo.