Eterno Retorno

Sunday, April 25, 2010


Las liturgias de poder son profundamente shakesperianas. Son juegos de intereses, es cierto, pero también de emociones humanas, de idealismos y bajas pasiones. Son dramas que requieren ser escenificados, ceremonias de encumbramiento y caída, de lealtades y traiciones; de dudas y certezas; de fe y desconfianza. Dagas afiladas bajo la mesa, abrazos de hielo. Liturgias de poder.

El zoon politikon aristotélico es, en esencia, naturaleza humana, juego sucio.


Si en la vida real mi sistema de relaciones públicas es una catástrofe, es de esperarse que dentro de ese país de las maravillas de probeta llamado redes sociales el asunto sea devastador. Debería surgir un Carreño con su manualidad de urbanidad y buenas maneras en facebook y similares. ¿Hay modales de etiqueta en la pantallita? Pues si las hay, yo he de pasar por un consumado patán. No se me da la etiqueta ni la vida social. En el último año, la vida me ha sometido a pruebas de deporte extremo en el arte de quedar bien, de sonreír, de aparentar, de dar por su lado, un tema en el que soy algo parecido a un paralítico. Soy la antítesis de las relaciones públicas y mi facebook puede dar fiel testimonio.

Hace un par de semanas, mi furia me hizo vomitar estas reflexiones. Ignoro por qué no lo había subido.

Basura humana y circos mediáticos

Con muy bajo perfil y a falta de más temblores cachanillas y duelos azules de cuchillo desenvainado, los medios tijuanenses relatan hoy la historia de un niño llamado José María N. de cuatro años de edad asesinado a golpes por su padrastro, Guillermo Valenzuela Hernández. Una historia repetida infinidad de veces, calcada de otras cientos de historias publicadas con perfil siempre bajo en la prensa. El libreto es casi de manual: padrastro joven, asesino y golpeador; madre un poco mayor, tolerante y sumisa frente a la violencia. Sus caras son la cara única e inmodificable de la miseria, la más acabada expresión del desecho humano, de la pestilencia ontológica. Pardos, por supuesto, pobres, ignorantes y, aunque no lo especifica, apuesto doble contra sencillo a que son migrantes del Sur. Microinfiernos individuales de mierdez, cocinas de Thanatos, enfermedad esparcida como chancros purulentos por los cerros de Tijuana. Tengo un odio profundo a todo aquel que agrede a un menor y a nivel personal me gustaría mucho que dejaran en mis manos a uno de esos abortos para poder patearlo hasta causarle la muerte como él se la causó a su hijo. Pero el motivo de esta reflexión no es únicamente para vomitar la furia que estas situaciones me provocan, sino para hacer ver el absurdo de nuestros circos mediáticos. Ya nos quedó claro que hay padres que matan a sus hijos. Eso sucede todos los días en nuestro México y parece ser que a nadie nos importa demasiado. Hoy un niño fue asesinado por sus padres en Tijuana y seguro estoy que también murió uno en Guerrero y otro Nayarit. El pobre José María N. está condenado a ser una nota breve, periodísticamente tan efímera como fue su vida de cuatro años. Su asqueroso padrastro se pudrirá (así lo espero) en la cárcel donde se volverá heroinómano o cristiano (que para el caso es lo mismo, pues Cristo y la heroína son sustancias igualmente nocivas) y nunca un reportero volverá a ocuparse de él. En los diarios de mañana no volverá a publicarse nada, absolutamente nada del pequeño José María ni de sus padres asesinos y a otra cosa mariposa. Show must go on. En cambio, la extraña e inexplicable muerte de una pequeñita mexiquense, de la misma edad de José María, tiene al País entero bailando la danza del morbo. José María es estadística para el DIF Municipal. Paulette es el reality show favorito de televisa. José María fue una triste nota de interiores en los diarios locales. Paulette es el becerro de oro del periodismo nacional y le ha exprimido saliva y tinta a lopezdórigas, sirvientos, michas y lorets. ¿Qué le faltó a José María para aspirar a ser noticia? ¿Por qué él no conmueve a nadie? También es un pequeñito de cuatro años asesinado por sus padres, pero sospecho que el asunto no tambalea la estabilidad de nuestro procurador en su puesto. Sí, se podría reducir todo en una oración simple y pueril: José María era pobre, Paulette era rica y la jerarquía noticiosa es tan o más clasista que nuestra sociedad. La madre de José María, que se llama Fabiola Ortega Chávez, es un frijol negro que lo mismo pudo ser muerta de Juárez que víctima de la violencia de su esposo. Polvo de nadie, estadística de engorda, insignificancia absoluta. Una mujer como millones de mexicanas. Herencia indígena, crianza de odio. La madre de Paulette, en cambio, es la perfecta villana de una novela negra, la sofisticada perfidia, la condesa maldita aspirante a transformarse en libro de aparador de Sanborns con promedio de vida de tres meses como éxito editorial. Y al final ella, como los padres de José María, también será olvido y ceniza.


Deicida hormonal

Cada cierto tiempo la lava jode al volcán, lo que significa que me da por escribir desde la furia, desde la bilis quemante, desde el ardor del vómito contenido. Cada cierto tiempo, viene a mi mente el cuerpo de Dios.

Y pese a todo, Dios, o ese corral de guajolotes que hablan en su nombre, continúan ahí, escupiendo en tu rostro su perorata, regodeándose al imaginar tu cuerpo consumido en las llamas infernales. Vuelvo a acompañar a Caín (el de Saramago) en su errante andar por el Antiguo Testamento y no puedo menos que sentir un vínculo de hermandad con este tipo; la encarnación misma del enemigo del creador está ahí. El Jehová de Saramago exulta con desparpajo su condición de tirano egoísta, caprichoso e inseguro. Sí, el del Viejo Testamento es sin duda la más podrida encarnación de deidad que concibió el mundo antiguo. ¿Cómo no odiar al dios de los hebreos? ¿Cómo reprimir las ansias deicidas?


De pronto, con gran pasmo y sorpresa, el mundo de lo políticamente correcto se dio cuenta que en la Iglesia Católica hay uno que otro pederasta. “Qué escándalo, jamás lo hubiera imaginado”, pronuncian las buenas conciencias. Pedófilos en la sacristía, pedófilos en el altar, en el confesionario, en los dormitorios del seminario. Sí, la gran bestia católica siente la luz de las linternas detectivescas sobre sus bajos instintos. El mesías pornográfico danza impúdico en la Plaza de San Pedro. A menudo la gente cree que mi enemistad con el dios monoteísta parte de mi furia ante la corrupción de la iglesia. Pero no: aunque la iglesia fuese un ente perfecto e inmaculado, la hipótesis Dios me resultaría imposible.


La iglesia es corrupta como corrupta es la humanidad. Que los católicos sean pederastas es en esencia lógica pura, la más elemental relación de causa-efecto. El agua moja, el fuego quema. Si el sueño de la razón produce monstruos, la educación católica produce pederastas. Una educación de miedo perpetuo a lo intangible, de condena al deseo, de negación de la sexualidad, da como resultado padres macieles; solemnes degenerados de sacristía. No hay nada de que sorprenderse. Es consecuencia lógica.
Sí, los católicos son los que están en la picota, pero yo desprecio por igual al dios de los evangélicos, al de los judíos, al de los musulmanes. Ese tipo que inventó Abraham o los depravados que escribieron el Antiguo Testamento. Ese que nació de la arena, eligió su pueblo y se proclamó único. Ese es el tipo con el que tengo algunos problemas. Y el que según mi nombre, es mi juez.


La mayor paradoja del asunto, el colmo de los colmos, además de que el significado de mi nombre hebreo sea Dios es mi juez, es el hecho que a raíz de Los Mitos del Bicentenario, mucha gente piensa que soy radicalmente católico. Sí, es cierto, mi visión de la Historia de México se parece a la de los católicos. Lo lógico es que un tipo que cree que Miramón fue mejor persona que Juárez y que defiende la Conquista Española, sea un perfecto alumno de colegio católico y militante de los Caballeros de Colón. Por eso les sorprende tanto mi radical ateísmo. Por el contrario, a quienes me han conocido a partir de mi fase blasfema e irreverente, se sorprenden y decepcionan cuando se encuentran frente a un fanático del futbol cada vez más tirado a la derecha.


El viernes escribí alguna porquería para http://www.recolectivo.com/ llamada El evangelio de los tecatos. Que yo relacione a Cristo con la heroína no es nada nuevo. Siempre me han parecido la pareja perfecta, el súper opio encarnado. Lo interesante es que ese mismo viernes fui al Archivo Histórico (el viejo palacio ubicado en calle segunda) y al caminar por las puercas calles del Centro, se materializaron algunos de los aspectos vomitados en mi crónica recolectivera. En la esquina de segunda y constitución estaba el evangelista perorando sobre el fin del mundo y la inminencia del apocalipsis. Me acerqué a él y le dije quedito al oído: “Dios no existe” y seguí caminando. “Apártate Satanás”, alcanzó a gritarme. Después subí a un camión rumbo a Río ¿y quién creen que estaba ahí? Un tecato hablando de Cristo.


El evangelio de los tecatos

Le dicen chiva o tecata y la mezclan con negras aguas de charcos y polvo de ladrillo. Intuyen que algo en esa sustancia queda de lo que pudo ser un opiáceo, un artificial paraíso a la Baudelaire o Thomas de Quincey, universos bucólicos yacientes en una jeringa pisoteada. Ni siquiera se si se le puede llamar heroína, pero el hecho es que acá en Tijuana está por todos lados. La chiva es una droga de frontera y de fronterizos. El prototípico heroinómano de las calles de Tijuana suele ser un migrante deportado o un expresidiario. El crystal es, al menos en sus inicios, una droga de gente activa: empleados de Oxxo y gasolinera, choferes de calafia, mangueras pretenciosos, amas de casa y reporteros de pasquín que puede uno encontrar en los más improbables sitios de esta urbe. La heroína en cambio define su fauna y ecosistema con morbosa precisión. Por supuesto, no son todos los que están ni están todos los que son, pero la chiva ha establecido su capital en el canal encementado del Río Tijuana y la zona de la Línea Internacional. Para los recién llegados a la ciudad, la imagen, irremediablemente, repugna e impacta. Tipos demacrados yacientes en un camellón con una jeringa oxidada enterrada en un mar de llagas que alguna vez fue brazo tatuado. Puedes verlos cruzar como zombies por la Avenida Internacional y si sueles transitar por esa vialidad, puedo apostarte doble contra sencillo a que al menos diez veces has estado a punto de atropellar a uno, si es que no lo has hecho ya. Cuando cruzas a píe los puentes del Río Tijuana, los verás echados en el canal, emergiendo de los túneles entre lama y basura. Si son aún funcionales, se dedicarán a dar cristalazos o cometer pequeños hurtos que les aseguren lo necesario para conseguir la siguiente cura. Cuando la aguja oxidada no tiene más vena que picar y llega a las arterias, entonces los verás mutilados en los cruceros, con sus muletas o sus sillas de ruedas tratando de asegurar la limosna que se traduzca en la próxima dosis.Como si fuera un designio divino o una fatalidad irrenunciable, llega en la vida de todo tecato un momento en el que cambian la heroína por una droga igualmente nociva: Cristo. Sí, las iglesias evangélicas se nutren de heroinómanos. En algunos casos, Cristo suplanta a la heroína, lo que en términos reales significa sustituir un opiáceo por otro. El Mesías se materializa en una suerte de metadona. Sin embargo, sospecho que en la mayoría de los casos no hay sustitución sino mezcla. Juntos, Cristo y la heroína producen la droga perfecta , el opio maximizado. Sube a un camión en Tijuana de la Calle Tercera a la Línea y tienes un 95% de probabilidades de escuchar el evangelio de un tecato. Con su acento pocho y repitiendo un millón de veces la muletilla “verdá” y “you know” te hablará de Cristo salvador, redentor y milagroso que a punta de tablazos y baños de agua helada le sacó al demonio en el Arac. El evangelio es siempre el mismo: una historia de pandillas y prisiones en Los Ángeles, deportación, crimen, vicio, brazos gangrenados, hepatitis, hiv y al final, Cristo, el de los evangélicos, el de los pastores chicanos que levantan sus iglesias en cerros imposibles. El evangelio del tecato es una perorata monocorte, una profecía apocalíptica diluida en el narco corrido que suena en el estéreo del camión, una letanía del apestado repetida hasta el infinito en la cacofonía fronteriza.