Amanecer en Avenida Internacional. Acelerador a fondo y mirada siempre al frente. ¿El muro? Mmm, pensándolo bien jamás entra en mi campo visual. En la Internacional la única prioridad es evitar, en la medida de lo posible, atropellar a alguien.
Al final de la avenida aguarda Tello. En los tiempos en que un semáforo se interponía frente a la entrada a la Vía Rápida, Tello fue un próspero microempresario, pez en las turbulentas aguas donde yacían cientos de carros detenidos que compraban sus periódicos. Tello es el voceador más famoso de Tijuana y por mucho el más creativo.
“Compre su periódico con Tello. Los chistes son gratis”, puede leerse en una cartulina.
Uno de los enigmas que encierra cada mañana, es tratar de adivinar con qué sombrero saldrá a trabajar. Mi favorito es uno de langosta con enormes tenazas. Puro estilo Puerto Nuevo. También tiene uno de alce y otro de bufón. El problema para el voceador es que en la Avenida Internacional ya no hay semáforo. El caos vial no pasó a la historia, pero los carros ya no nos detenemos por completo y Tello se la ve algo complicada para poder ofrecer su periódico. Aún así, ni el ánimo ni la creatividad caen. Con chistes actualizados y sombreros en permanente renovación, Tello apuesta a que los carros puedan a medias orillarse a la derecha, pero la operación trae consigo un riesgo y volverse a incorporar a la avenida es asunto de suicidas. Pese a todo, el voceador y su sombrero de langosta siguen ahí.
El de Tello, como el mío, es un oficio en proceso de irremediable extinción. La prensa impresa muere. Voceadores y reporteros son animales acorralados cuyo ecosistema es cada vez más hostil. Si bien la desaparición del semáforo acarreó varios clavos al ataúd, lo cierto es que en los últimos años Tello ya había ido perdiendo clientes. Todos esos apurados tijuanenses de estrés en el rostro y nextel en la mano, corren a sus oficinas para prender sus computadoras y enterarse en las ediciones electrónicas de los ejecutados de la mañana, la caída del peso frente al dólar y los nuevos impuestos aprobados por nuestros diputados.
Las portadas mostradas en lo alto por el brazo de Tello son cada día más desoladoras. El gore de la criminalidad alcanza niveles tarantinescos y las políticas fiscales son de un absurdo medieval.
A unos pasos de donde trabaja Tello, suele congregarse cada mañana un ejército de ruina humana. La Avenida Internacional puede presumir la mayor concentración por metro cuadrado de heroinómanos, crystaleros y similares. Las calles aledañas, infestadas por derruidas vecindades en donde se vende droga a granel, los amplios camellones centrales y la cercanía del río encementado, hacen de esa zona de Tijuana el ecosistema ideal para sus desechos humanos, las ratas de nuestras cañerías sociales. Aunque sus vidas son a menudo efímeras, esa fauna es renovable. Los años han pasado y ellos permanecen ahí, en su santuario-cementerio.
La imagen impresiona a los visitantes. Ver a mujeres y hombres inyectarse heroína en un camellón frente a miles de automovilistas no es la mejor de las postales, pero la estampa es omnipresente, cruda y sin lugar a interpretaciones. Los locales hemos dejado de prestarle importancia. Lo único que francamente nos preocupa es evitar arrollarlos cuando se arrojan drogados sobre la defensa de los carros.
Algún alma caritativa suele darles de desayunar en las mañanas y ellos llegan puntuales a la cita. A la siete de la mañana, una cada vez más larga fila de miserables se forma a un costado de la Avenida Internacional, a unos metros de donde Tello vende su periódico. De pronto, están todos ahí, las creaturas de nuestro sótano, las ratas de la ciudad, con sus muletas y sus extremidades llagadas, con sus esperanzas agonizantes, con la Muerte anunciándose en el rostro. Algunos, la mayoría, son heroinómanos, raterillos de poquísima monta cuyo único objetivo en la vida es conseguir los 50 pesos para su próxima cura. A lado del camino, a unos metros de nosotros, contemplan, o acaso ignoran, el fluir de miles y miles de automovilistas, con nuestras prisas, nuestros compromisos y nuestras vidas a cuestas. El juego del tener que hacer, del creer que hay mañana, del aparentar que construimos. Para ellos, el sentido de la existencia acaba en una dosis de opiáceo adulterado, rebajado al máximo, disuelto en agua puerca de charcos dentro de una jeringa que recorre brazos, piernas y cuellos llagados, carcomidos por tanto paraíso artificial de aguja oxidada, esperando la Muerte pegados a esa barda que los separa del Imperio. Otros, los menos, no son adictos o al menos no todavía. Son migrantes recién deportados, escupidos y vomitados por la buena conciencia imperial. Otros, son ilusos recién llegados de su periplo sureño, costales de sueños condenados, recién bajados de un camión. Errabundos, fantasmales, corazones de miseria arrastrados a las calles de esta ciudad por el tornado inclemente del destino.