LOS MITOS DEL BICENTENARIO
FRANKENSTEIN FEDERALISTA
Por Daniel Salinas Basave
FRANKENSTEIN FEDERALISTA
Por Daniel Salinas Basave
El federalismo, consagrado en la Constitución de 1824, entró como un zapato a la fuerza en los píes de esa recién nacida república llamada México cuando aún no aprendía a caminar sus primeros pasos como nación independiente. El primitivo federalismo decimonónico fue un mal invento, una burda copia forzada y malhecha del sistema norteamericano, que se intentó ajustar a la naciente patria mexicana como una prenda que simplemente no cabía en su cuerpo de tradición centralista.
No se trata de denostar al federalismo o de encabezar aquí una apología del centralismo que, dicho sea de paso, sigue imperando en el país, al menos en el terreno de los hechos. Se trata simplemente de colocarnos en el entorno geopolítico de 1824 y pensar si ese sistema era el que en ese momento más convenía a una nación que intentaba levantar el vuelo. Imaginemos por un momento el amanecer del 28 de septiembre de 1821. Un día antes, el Ejército Trigarante de Iturbide y Guerrero había entrado a la Ciudad de México y había cortado oficialmente el cordón umbilical que nos mantuvo unidos a la metrópoli española durante 300 años. En manos de Iturbide y sus generales estaba el más enorme país de todo el Continente, un territorio que abarcaba desde las montañas rocallosas de Colorado hasta las selvas hondureñas. Pensemos en las comunicaciones de esa época, en los sistemas de información y los medios de transporte. ¿Cuántos de los habitantes de esa inabarcable vastedad tuvieron una conciencia o sentimiento de unidad nacional? ¿Cuánta gente se enteró en el otoño de 1821 que nos habíamos independizado del Imperio Español? Si tomamos en cuenta la totalidad del territorio que abarcaba el virreinato de la Nueva España, podemos concluir que el movimiento insurgente redujo sus acciones e influencia a menos de una quinta parte del país. En Yucatán y en California posiblemente tardaron algún tiempo en enterarse que en el país regía un nuevo orden político y acaso no les haya importado demasiado.
Egocéntrico y narcisista, Agustín de Iturbide cedió a la tentación de convertirse en emperador de México, encabezando un efímero imperio de apenas diez meses de duración. Cierto, la de Iturbide fue una corona fúnebre desde el momento en que le fue colocada en la cabeza. El suyo fue un imperio que nació políticamente muerto, aunque en el terreno de las tradiciones, era más lógico y coherente pensar en una monarquía constitucional para el vulnerable México de aquel entonces, que inventar un Frankenstein federal. ¿Quién se encargó de confeccionar ese monstruo? Las logias masónicas yorkinas, que trataron de ajustar a nuestra realidad el sistema imperante en los Estados Unidos de América.
Hay que decir que, a diferencia de México, en los Estados Unidos de América el federalismo quedó como un traje confeccionado a la medida. En el Norte el federalismo se vivía en los hechos desde los tiempos coloniales. Aunque económica y fiscalmente dependientes del Imperio Británico, las trece colonias inglesas de Norteamérica vivían una parcial autonomía en lo social y en lo religioso. No imperaba un sistema único y cada una de ellas se desarrolló con una relativa autodeterminación. Sin haber sido consagrado en leyes, el federalismo se vivía ya en los Estados Unidos desde mucho antes de 1776. Para Washington y Jefferson, sólo fue preciso reflejar en la Constitución lo que en la práctica existía.
En cambio, nada más alejado de la vocación federalista que la férrea tradición central de los virreinatos españoles. El virreinato de la Nueva España obedecía a una única y todopoderosa figura que era el Rey de España, representado por su virrey y sus oidores e imperaba un único sistema de gobierno y organización social, sin que cupiera el mínimo asomo de autonomía regional o autodeterminación. ¿Cómo enseñar a un país a desarrollarse en un sistema de entidades federativas cuando por tres siglos obedeció y se acostumbró a un régimen centralista? El regiomontano Fray Servando Teresa de Mier, una de las mentes más lúcidas de la nueva nación, advirtió los peligros del federalismo y se pronunció por una república centralista. Nadie lo escuchó.
El 4 de octubre de 1824 se promulgó la primera Constitución Federal Mexicana, pero el Frankenstein federalista, tan celebrado por los liberales yorkinos, pronto tropezó. Antes de doce años, el gran imperio se había desmembrado en rebeliones secesionistas. Tal vez solo Valentín Gómez Farías, dentro de su breve interinato, dimensionó e intentó sin éxito, gobernar bajo un auténtico sistema federal que fuera más allá de caciquiles gobernadores secesionistas. El compulsivo intento centralista de 1837, con la Constitución de las Siete Leyes promulgadas a raíz de la separación de Texas, fue el peor remedio que derivó, entre otras catástrofes, en el intento separatista yucateco.
El Siglo XIX mexicano fue un mar en perpetuo caos. Sin una identidad nacional bien definida, rehenes de redundantes cuartelazos y asonadas, los primeros años de vida independiente costaron caros a ese país adolescente. Es difícil creer que un sistema de control político más férreo y una mayor estabilidad hubieran podido evitar la independencia texana, la separación de Centroamérica y la invasión de los Estados Unidos en 1847. Sin embargo, es evidente que el federalismo mexicano nació en parto prematuro y dos siglos después, aún no podemos vivirlo a plenitud.
No se trata de denostar al federalismo o de encabezar aquí una apología del centralismo que, dicho sea de paso, sigue imperando en el país, al menos en el terreno de los hechos. Se trata simplemente de colocarnos en el entorno geopolítico de 1824 y pensar si ese sistema era el que en ese momento más convenía a una nación que intentaba levantar el vuelo. Imaginemos por un momento el amanecer del 28 de septiembre de 1821. Un día antes, el Ejército Trigarante de Iturbide y Guerrero había entrado a la Ciudad de México y había cortado oficialmente el cordón umbilical que nos mantuvo unidos a la metrópoli española durante 300 años. En manos de Iturbide y sus generales estaba el más enorme país de todo el Continente, un territorio que abarcaba desde las montañas rocallosas de Colorado hasta las selvas hondureñas. Pensemos en las comunicaciones de esa época, en los sistemas de información y los medios de transporte. ¿Cuántos de los habitantes de esa inabarcable vastedad tuvieron una conciencia o sentimiento de unidad nacional? ¿Cuánta gente se enteró en el otoño de 1821 que nos habíamos independizado del Imperio Español? Si tomamos en cuenta la totalidad del territorio que abarcaba el virreinato de la Nueva España, podemos concluir que el movimiento insurgente redujo sus acciones e influencia a menos de una quinta parte del país. En Yucatán y en California posiblemente tardaron algún tiempo en enterarse que en el país regía un nuevo orden político y acaso no les haya importado demasiado.
Egocéntrico y narcisista, Agustín de Iturbide cedió a la tentación de convertirse en emperador de México, encabezando un efímero imperio de apenas diez meses de duración. Cierto, la de Iturbide fue una corona fúnebre desde el momento en que le fue colocada en la cabeza. El suyo fue un imperio que nació políticamente muerto, aunque en el terreno de las tradiciones, era más lógico y coherente pensar en una monarquía constitucional para el vulnerable México de aquel entonces, que inventar un Frankenstein federal. ¿Quién se encargó de confeccionar ese monstruo? Las logias masónicas yorkinas, que trataron de ajustar a nuestra realidad el sistema imperante en los Estados Unidos de América.
Hay que decir que, a diferencia de México, en los Estados Unidos de América el federalismo quedó como un traje confeccionado a la medida. En el Norte el federalismo se vivía en los hechos desde los tiempos coloniales. Aunque económica y fiscalmente dependientes del Imperio Británico, las trece colonias inglesas de Norteamérica vivían una parcial autonomía en lo social y en lo religioso. No imperaba un sistema único y cada una de ellas se desarrolló con una relativa autodeterminación. Sin haber sido consagrado en leyes, el federalismo se vivía ya en los Estados Unidos desde mucho antes de 1776. Para Washington y Jefferson, sólo fue preciso reflejar en la Constitución lo que en la práctica existía.
En cambio, nada más alejado de la vocación federalista que la férrea tradición central de los virreinatos españoles. El virreinato de la Nueva España obedecía a una única y todopoderosa figura que era el Rey de España, representado por su virrey y sus oidores e imperaba un único sistema de gobierno y organización social, sin que cupiera el mínimo asomo de autonomía regional o autodeterminación. ¿Cómo enseñar a un país a desarrollarse en un sistema de entidades federativas cuando por tres siglos obedeció y se acostumbró a un régimen centralista? El regiomontano Fray Servando Teresa de Mier, una de las mentes más lúcidas de la nueva nación, advirtió los peligros del federalismo y se pronunció por una república centralista. Nadie lo escuchó.
El 4 de octubre de 1824 se promulgó la primera Constitución Federal Mexicana, pero el Frankenstein federalista, tan celebrado por los liberales yorkinos, pronto tropezó. Antes de doce años, el gran imperio se había desmembrado en rebeliones secesionistas. Tal vez solo Valentín Gómez Farías, dentro de su breve interinato, dimensionó e intentó sin éxito, gobernar bajo un auténtico sistema federal que fuera más allá de caciquiles gobernadores secesionistas. El compulsivo intento centralista de 1837, con la Constitución de las Siete Leyes promulgadas a raíz de la separación de Texas, fue el peor remedio que derivó, entre otras catástrofes, en el intento separatista yucateco.
El Siglo XIX mexicano fue un mar en perpetuo caos. Sin una identidad nacional bien definida, rehenes de redundantes cuartelazos y asonadas, los primeros años de vida independiente costaron caros a ese país adolescente. Es difícil creer que un sistema de control político más férreo y una mayor estabilidad hubieran podido evitar la independencia texana, la separación de Centroamérica y la invasión de los Estados Unidos en 1847. Sin embargo, es evidente que el federalismo mexicano nació en parto prematuro y dos siglos después, aún no podemos vivirlo a plenitud.